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El sueño de un maestro. Sembrador de ilusiones
Napoleón Murcia Peña

http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 8 - N° 47 - Abril de 2002

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    Al pasar ese obstáculo, y sumergirme en las cristalinas aguas del arroyo, sentí el niño atado a mi espalda y recordé los lazos de ilusión que habíamos anudado en un juego de la vida. Volví la cara hacia él y comprendí su canto, su angustia y su desesperanza, lo tomé en mis manos y le brinde protección levantándolo sobre las dulces aguas del arroyo.

    Ese canto de esperanza se volvió juego, y repetidamente lo volvía a sumergir en el agua, atento de sus reacciones. Recuerdo ver su cara aún lozana, aun que no tan joven; era una cara de niño con facciones de adolescente, de pelo largo y lacio y ojos tiernos y expresivos. Recuerdo su cara llevada hacia tras cuando lo volví a sumergir, sé que le gustó hacerlo, pues no lloró ni se disgustó, aun que nunca lo hizo; talvez por eso lo había pedido prestado, por que nunca se disgustaba ni lloraba.

    El juego me había sustraído de la presencia de los otros, no reparaba siquiera que estaban pendientes de mí y que murmuraban desconcertados por el atrevimiento. Ahora recuerdo que algunos reían, otros vociferaban contrariados, pero nunca rechazaron lo que estaba haciendo ni siguieron mi ejemplo.

    Tengo la sensación que en ese momento estaba vigilado por alguien quien me dijo papá... no sé si desde el grupo de adolescentes que agolpaban sus miradas para verme sumergir el niño dentro del agua o fue el mismo niño quien me lo dijo.

    Recorrí el arroyo en muchas direcciones, pude percibir su profundidad meridiana, la que a veces se hacía más tenue y otras veces mas profunda; sentía desvanecer permanentemente el piso a mis pies y decidí nadar charco arriba.

    Nadé sin detenerme a mirar hacia tras, a veces debía sumergirme en las cálidas aguas del arroyo, a veces flotaba sobre ellas y otras veces debía bordearlo por su profundidad. Solo recuerdo que nadé hasta toparme con un arroyo muy angosto, un arroyo que se perdía en la maleza de la gran montaña. No sé qué pasó con el grupo, pues no volví a percatarme de sus miradas, de sus risas.

    A partir de ese momento, no me volví a sentir vigilado ni nunca mas volví a escuchar la voz aquella que me dijo papá.

    Pero seguía con el niño aferrado a mis espaldas como una ventosa benigna que nunca se desprendía de mi; pero que me dejaba accionar libremente y a veces olvidaba.

    Llegamos de pronto a un lugar donde había un peñasco; un peñasco de tierra blanca, de esa tierra blanda y sedosa con la que se puede jugar y hacer jabón; de esa tierra que al tomarla en tus manos sientes que se derrite y que te da la sensación de tener y no tener nada, y jugué con el niño... jugué un juego que nuca terminó, un juego que me consumió en mí mismo y que nos consumió a los dos. A veces creo que en todo ese juego, nunca el niño se me desprendió de la espalda, aun que, pensándolo bien, si hubo momentos donde le pasaba el barro y el niño jugaba con él, jugaba hasta que volvía a mi espalda rendido.

    Jugamos con el barro y el agua y nunca tuvimos necesidades de comida, de vestido, de alimentación; nunca tuvimos necesidades de nada, solamente de divertirnos, de jugar...

    El tiempo no parecía pasar, y se desvanecía en las fantasías del juego y la lúdica. Estaba seguro que solamente habíamos avanzado unos pocos metros, a lo sumo 50 o 70, introducidos un poco dentro de la montaña.

    Cuando quisimos regresar, no fue posible, pues no encontramos la quebrada, pese a que había estado jugando en ella, pese a que estaba jugando en ella, no fue posible encontrarla. Desesperado busqué hacia abajo la fuente donde había nadado, el charco hondo donde había sumergido al niño, el lago donde la profesora había demostrado sus habilidades como nadadora, el lugar donde había dejado los otros del grupo; pero no lo encontré.

    De regreso, tampoco encontré el sitio donde estábamos jugando, no encontré el pequeño lago cerca de la peña blanca y el barro resbaladizo; tampoco estaban... me sentí desesperado y perdido. Pero no me sentí con miedo, era una desesperación de sorpresa, pues hacía tan sólo un momento estábamos jugando en el agua y apenas hacía un momento habíamos dejado el grupo de adolescentes.

    Desesperado, busqué al sitio donde habíamos estado jugando, lo pude ver, pude ver un cause y la peña blanca, pero no había agua. El agua estaba seca, se había secado la fuente de nuestro sueño, se había secado la fuente de nuestros juegos y sólo existía el cauce de la quebrada; puede ver entonces que el pequeño lago donde la profesora nos había dado la demostración no existía en realidad, por que estaba cubierto de monte, un monte espinoso y seco que auguraba muchos años de haber crecido. Vi, la quebrada como las huellas de un camino viejo, un camino liso y a veces profundo por donde hace mucho tiempo había dejado de correr la vida.

    Cuando me detuve a analizar estas circunstancias, entendí que el tiempo había pasado y volví a ver el niño, ese niño que aunque sin nombre, había hecho de mí un ser feliz y yo le había brindado felicidad, con quien habíamos jugado hasta la saciedad y nunca me había llorado ni pedido nada, aun que yo tampoco, pues solamente jugábamos, jugábamos a entendernos, a no repararnos a disfrutar eternamente.

    Volví la mirada al niño y lo vi crecido, tenía aspecto de bien nutrido aun que delgado y algo moreno; busqué cómo asociarlo con alguien, pero no se me parecía a nadie, aun que a decir verdad, no me acordaba de nadie, pues me había sumergido tanto en el juego, que había olvidado la vida fuera de nosotros, había olvidado que existía un mundo lleno de seres y de cosas.

    El niño estaba grande y algo sucio, con un trapo amarrado a la cintura, como única vestimenta. Me sentí extraño, pues este niño jugaba sólo y dependía de mí, era una comunión que se había engendrado en la misma relación de lo jugado, en la misma relación del compartir y vivir el uno del otro.

    Entendí que el tiempo había pasado y que en realidad no hacía horas que estábamos en el juego sino muchísimos años. Quise correr a buscar el camino, pero me detuve a observar los árboles viejos y grandes que antes, no los había observado, la ladera seca y agreste que antes no la había percibido; quizá por que no existían o por que estaba tan entretenido con el niño que nunca vi el paisaje exterior.

    Después de mucho cavilar, quise volver, volver a encontrar eso que había dejado a tras y que no sabía qué era, algo que me atraía a buscar un camino para llegar, no sé donde, pues en realidad no me interesaba alguien o algo en especial, solamente quería volver.

    En niño entonces me mostró unas huellas en una montaña, en un peñasco de una montaña; una montaña que no sabía que existiera hasta entonces, y me dijo que él había subido... lo extraño es que el niño nunca me dijo nada en realidad, nunca escuché su voz, nunca lo vi reír ni llorar, solamente jugar.

    Subimos por el barranco y me mostró el paisaje, en el cual pudimos observar una casa vieja destruida y un viejo camino; un camino blanco y tortuoso que se perdía en la vegetación del tiempo. Al volver la cara hacia el otro lado de la llanura, el niño me mostró otras muchas casas destruidas, talvez por el tiempo o por esos azares de la cultura; pues sus restos denotaban violencia en su destrucción, habían pedazos de cilindros, de armas destrozadas y cuarteles despedazados. Por el otro lado había restos de calles, ropas y juguetes. Aun que en realidad no existían calles, solamente pedazos de cilindro, de paredes cuarteadas, sin techos ni puertas, pedazos de tela y algunos juguetes despedazados; solamente pedazos.

    Vi la sombra de algunas personas que se deslizaban por la lejanía pero no tuve intención de llamarlos ni de contactarlos. ¿Serían acaso solamente recuerdos?

    En ese momento el niño perdió el equilibrio y cayó, cayó del barranco sobre unas tierras negras y húmedas. Bajé con gran prisa y al tomarlo entre mis manos supe que estaba muy enfermo y lo llevé nuevamente a mi espalda. Sentía como si fuera ese niño indefenso, de apenas unos meses que me habían prestado, no percibía el peso del ya casi adolescente ni volví a verlo. Solamente lo sentía en mi espalda, aferrado a mí, como en los primeros días cuando lo saqué de su casa. Sin embargo, pienso que nos comunicábamos de alguna forma.

    Desesperado entonces volví a buscar el camino, y me tropecé con un jinete negro, un jinete que montaba un muy buen caballo alazán y que pasó muy cerca de nosotros sin percatarse siquiera que allí estábamos.

    Seguí la pista del caballo, recorriéndola hacia el lado contrario para donde este se dirigía, no sé por qué lo hice, pero creí que era lo mejor, pues él vendría de algún lado que me llevaría a algún lado.

    Cuando bajaba la montaña en busca del camino, encontraba a veces partes de la pisada del caballo, pero otras veces estas se desvanecían, encontraba luego partes de un camino viejo, las que también se desvanecían. Sin embargo, seguía, quizá de forma intuitiva las huellas y esas pistas del camino. Avanzaba por empinadas y verdes montañas, por laderas y valles colmados de maleza, en busca de algo... algo que ni siquiera sabía lo que era... algo que no entendía por qué lo buscaba. Solamente caminaba aferrado a una posibilidad, creo que no sé claramente cual era esa posibilidad, pero debía ayudar a alguien que había vuelto a reconocer, había alguien quien me reconocía, y no podía desvanecer ahora. O Quizá, buscaba eso que me podría ayudar a salvar una compañía, eso que me ayudaría a reencontrarme con mi pasado, con el otro y con lo otro, eso que me saciaría la sensación de estar y no estar acompañado.

    En ese recorrido por la incertidumbre me comuniqué con el niño, pero nunca hablamos nada. Le comenté de un sueño, un sueño de ilusiones y pasiones grandes, de las frustraciones de esa vida que no recordaba o no quería recordar. Quise soñar, le dije, quise solamente ser animador de la ilusión; quise poder volar, poder hacer algo propio; quise solamente jugar, quise ser el infante de una magia desterrada, de una ilusión desperdigada, de un placer desgarrado por la realidad que no me permitió hacerlo.

    El niño descargó su cabeza sobre mi espalda y suspiró, sentí nuevamente sus latidos como en el primer momento donde pactamos ser uno para el otro. Pero no hablamos, sólo sentí que suspiró, no sé si por que le ardieron mis palabras, por que las sintió en la escasa vida que habíamos compartido, o por que quiso suspirar... solo sé que suspiró y no volvió a suspirar mas.

    Mientras tanto en las afueras de esa realidad, la búsqueda de alguien perdido apenas comenzaba. No sé quién extrañó la no presencia de un soñador y un niño. Pues se leía en los periódicos: El sembrador de ilusiones ha desaparecido en un paseo escolar.


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