efdeportes.com
El sueño de un maestro.
Sembrador de ilusiones

   
Profesor del Departamento de Estudios Educativos
Universidad de Caldas
(Colombia)
 
 
Napoleón Murcia Peña
napomu@msn.com 
 

 

 

http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 8 - N° 47 - Abril de 2002

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    Es algo difuso, algo tenue pero brillante y que permanece en la retina para ser contado.

    En un difuso país, donde las imágenes se pierden por la desidia de muchos que así lo quieren, donde los sonidos son sombras ennegrecidas por la soledad de lo ya perdido. En un país, difuso y tenue en el que las ilusiones fueron sembradas sobre los cadáveres de otras ilusiones enterradas, donde las ideas son monstruos de varias cabezas que se devoran entre sí; En un país donde nada es cierto aunque todo parezca tan real, donde la máxima proyección es no haber nacido... en un país... nuestro país... sucedió... o no sucedió... algo que sucedía siempre.

    La escuela de la razón y el modelo, esa de las letras y números exactos; la de los ejercicios físicos impuestos y pocos juegos, la escuela que nadie vive pero todos aprenden, la escuela donde están niños y viejos sin querer estar; esa escuela... un día sin sombra ni sol, programa una salida a un sitio indeterminado y difuso como la misma historia por contar. Sólo era un paseo, con muchos alumnos sin figura ni forma, un paseo donde todos son conocidos pero a la vez todos se desconocen. Uno de esos paseos comunes y corrientes.

    A ese extraño pero común paseo, yo iba acompañado por un niño; el único niño de esta historia, un niño también desconocido como yo y como los otros. Un niño muy pequeño, indefenso y dependiente que me habían prestado, ese niño era tan pequeño e indefenso, que debía cambiarle los pañales, aun que no recuerdo habérselos cambiado.

    En este paseo sucedían muchas cosas extrañas, pues conocía algo de todos, pero no conocía a ninguno de ellos; de la profesora, ni siquiera sabía su nombre, que es lo primero que conocemos de los profesores. Del grupo, ni siguiera conocía el niño, ni por qué o bajo qué circunstancias me lo habían prestado.

    Todo mi cuerpo recorría una sensación de extrañeza, de esas extrañezas que, aun que no estas acompañado, no te sientes solo; había algo que me hacía sentir bien; como esas sensaciones donde uno tiene una cierta seguridad por dentro, que lo hace pensar en la posibilidad de mostrar algo, aun que no sepa qué, por qué ni para quien.

    Era como las sensaciones que tienes cuando tienes tu primera clase con un grupo nuevo, cuando te publican un texto o te invitan a una conferencia: sabes que te sientes un extraño esperado, un desconocido referenciado e incluso criticado por desconocidos; te sientes bien aunque desorientado por lo que puede ser.

    Creo que así me sentía; quizá era un desconocido que no quería mas que acompañar ese niño indefenso, alguien común que busca ser, aunque no lo sea, alguien que se extraña y extraña. Pero esos no eran mis estudiantes, aunque, a veces sentía la sensación de que lo eran; por el ambiente, no por sus miradas ni sus charlas, pues no recuerdo que alguien haya charlado algo en particular en aquel viaje, aun que si recuerdo vagamente algún comentario anterior, en un hogar cálido y pobre, un hogar donde se respiraba ternura, afecto y mucha confianza. En ese hogar, del que no recuerdo las personas ni los detalles, del que solamente recuerdo el niño, el bebé que me confiaron sin recomendaciones ni dilaciones.

    Ahora que acudo nuevamente a los hilos inconexos de mi recuerdo, pienso que alguien conocido viajaba con migo, aun que era difuso saber quien; pudo ser un estudiante, un hermano, o hasta mi propio padre o madre, o no pudo ser nadie, solamente recuerdo un olor familiar, o una voz escurridiza y amable, o talvez una sombra. Eso era, una sombra que se deslizaba por los recónditos intersticios de mi estancia, una sombra que me vigilaba pero muy distante, que me apoyaba pero dejándome ser y sufrir, alguien que sabía de mí, por que me sentía y lo sentía, por que me tenía confianza y le tenía confianza.

    El viaje se realizaba en un medio de trasporte algo común, no sé si era un viejo bus, o un viejo camión, o era un viaje a pie. Lo cierto era que podíamos parar, charlar, y hasta jugar. Recuerdo que jugamos con las hojas de los árboles, con la tierra, a veces polvorienta y otras veces barrialoza del camino, o acaso jugamos en alguna ensenada de un riachuelo o debajo de un sol incandescente que quemaba los ojos al mirar, o acaso debajo de las frondosas ramas de los árboles de un bosque en medio de hojarascas secas y rocas llenas de un musgo suave y verde. Sé que el niño que me habían prestado, no se podía sentar aún, por que en esos parajes, intenté dejarlo sólo pero caía de bruces en las hojarascas.

    Ese niño sin nombre ni forma, tierno e indefenso estaba a mi cargo y nadie me ayudaba con él; por el contrario, no faltaba quien se burlara de mi "desgracia", por haberme hecho cargo de ese bebé que no permitía que me alejara de su lado.

    Reconozco que llegué a arrepentirme por haberlo llevado, pues me quitaba, de cierta manera la libertad que parecía exigirme el grupo; Me sentía atado a él, pero no sé, me sentía muy bien con él, pese a que no hacía nada extraño ni me decía nada, pues, recuerdo que ni siquiera balbuceaba.

    Fue entonces cuando decidí tomarlo como parte de mí, como algo adherido a mí. Lo até con lazos de comprensión y quise ser y sentir sus latidos, quise respirar con él en un cuerpo diferente pero único, quise acomodarlo en el canguro de mi espalda para darle calor y libertad, y para permitirme libertad. El niño entendió esta aspiración y se aferraba a mi espalda, aun que recuerdo que a veces no lo sentía, era como si no tuviera con migo.

    Después de caminar o quizá volar por los confines de varios escenarios, arribamos a nuestro destino final; un destino que nadie había planeado ni del cual estábamos, muy interesados en conocer. Solamente llegamos y agrupamos las caras para ver la profesora, quien se quitaba una sudadera negra, y recogía su cabello también, para meterlo en un gorro de plástico o de tela igualmente negra. Apenas en ese momento tuve referencia de la profesora, quien inició una demostración de lo que deberíamos hacer en el agua. Era buena nadadora, pues pasó el arroyo sumergida y con muy fluidas patadas de mariposa; sobre todo me impresionó que avanzaba mucho, con el nado que tenía. El arroyo, sumergido en una montaña de verdes arbustos y pastos secos, al que le llegaba el sol en rayos imponentes como los que veía Abraham en sus sueños, era de aguas cristalinas y mansas, que se perdían en caprichosas curvas y cascadas húmedas. En charco, donde la profesora hacía la demostración, tenía una forma, a veces alargada y angosta, otras veces amplia y corta, pero suficiente para realizar una buena demostración de habilidades acuáticas.

    Cuando la profesora de ropas negras y hacía su demostración debajo del agua, pude notar que tenía unos 1.60 metros de estatura, con pelo corto y negro, totalmente negro, y con unos 70 kilos de peso, no muy gorda pero sus piernas presentaban abullonamientos en la parte de los glúteos y con una edad de unos 45 años. El vestido de baño negro y el gorro negro, contrastaban con una piel blanca que se deslizaba con muy fluidos movimientos debajo del agua, rebasando con maestría los obstáculos que se le presentaban.

    La profesora en su demostración se dirigía a todos como si fuésemos niños de siete u ocho años; a pesar de que el grupo era de adolescentes, con un adulto desconocido, o acaso todos éramos niños... o acaso adultos o adolescentes?.

    Volví a sentir esa extraña sensación. Sentía que alguien me miraba, que todos estaban pendientes de lo que yo hacía, pero a la vez sentía que estaba sólo, nadie me reconocía; pues a decir verdad, no recuerdo que alguien me haya mencionado ni hablado, pero podía percibir que estaban esperando algo de mí. Sin embargo, todos me inspiraban una gran confianza, me sentía tranquilo y con mucha seguridad.

    En medio de esa demostración de habilidades del personaje de ropas negras y piel blanca, decidí sumergirme en las cristalinas aguas del lago impreciso y deslumbrante. Experimenté la calidez de sus aguas y la tranquilidad de su estancia, absorbí las remilgadas algas y musgos con mi piel, probé el sabor lánguido de la delicadeza que rozaba mis muslos y mi cara y nadé inicialmente dejándome llevar por la corriente del arroyo.

    Quise nadar en sentido contrario, pero había obstáculos que antes no había podido percibir. Eran como arrumes de hojas y ramas atascadas de color de tiempo, de un tiempo tintado entre rojizo, café y negro y unas hojas que al tocarlas, se desprendían también desmenuzándose entre los poros de nuestra piel y templaban su curso arroyuelo a bajo, como escapando de algo o alguien que las había aferrado a una celda de cristalinas y diminutas perlas que impedían su libre recorrido por la el lecho del arroyo.


Lecturas: Educación Física y Deportes · http://www.efdeportes.com · Año 8 · Nº 47   sigue Ü