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El fútbol actual en Francia: regresión de lo fortuito
y nuevas formas de fanatismo

 

Profesor de etnología en la Universidad de Provence donde dirige

el Laboratorio de Etnología Mediterránea y Comparativa

(Francia)

Christian Bromberger

brombergerchristian@gmail.com

 

 

 

 

Resultado

          El artículo analiza los cambios que se están produciendo en la concepción del juego y del espectáculo deportivo en los últimos años producto del aumento de ingresos de algunos equipos de fútbol que participan en las ligas en países como Inglaterra, España, Francia e Italia.

          Palabras clave: Fútbol. Espectáculo deportivo. Identidades. Incertidumbre del resultado.

 

Traducción al español: Raúl de la Fuente G. raul.delafuente.g@gmail.com

 

Recepción: 14/09/2014 - Aceptación: 19/12/2014

 

 
EFDeportes.com, Revista Digital. Buenos Aires, Año 19, Nº 200, Enero de 2015. http://www.efdeportes.com/

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    El primer aspecto que desearía abordar, son los factores que han determinado un retroceso de lo aleatorio y de la incertidumbre en las competencias de fútbol. El segundo punto es la evolución del espectáculo y del rol que ocupan los espectadores a lo largo de los últimos decenios.

    En una cuarentena de años, la organización del fútbol profesional en Francia ha cambiado considerablemente. Hasta los años ‘80 los clubes eran organizados por asociaciones según una Ley de 1901, sin fines lucrativos. Una serie de leyes aprobadas en 1984, 1992, 1999 y 2012 han facilitado el pasaje del estatuto de estructura asociativa al estatuto de sociedad comercial, pues esta última fórmula permite asociar accionistas y administrar presupuestos importantes. Esos presupuestos han efectivamente aumentado en forma notable. El total de los ingresos de los clubes de la Primera División era de 6 millones de Euros en 1970; pasó a ser de 202 millones de Euros en 1990 y a mil millones de euros en 2012, año en que el presupuesto mediano de un club de la Primera División era estimado en 52 millones de Euros. ¿Que sucedió? Sin duda surgieron inversionistas poderosos que permitieron ese espectacular crecimiento de los presupuestos, pero en este caso en realidad el aumento proviene de la gran alza de los derechos de televisión.

    Durante largo tiempo, las instancias dirigentes del fútbol no deseaban que los partidos sean televisados. La creación de Canal Plus en 1984, la privatización de TF1 en 1987, han creado un clima de concurrencia que, junto a la popularidad creciente del fútbol, han impulsado este crecimiento fulgurante de los derechos televisados. En 1984-1985 esos derechos se elevaban a 2 millones de Euros; ellos pasaron a 122 millones en 1998-1999, a 380 millones en 2003-2004, a 600 millones en 2006-2007, a 748,5 millones por el período 2016-2020. Lo que representaba menos del 1% del presupuesto de un club en 1980, representa hoy más de de 60%. Sin embargo es necesario saber que todos los clubes no se benefician de la misma manera de esta fortuna. Hay una parte fija distribuída a cada club, además existe una suma más o menos importante según la clasificación del club, su clasificación durante las últimas cinco sesiones y, en fin, su notoriedad. Marsella, Lyon, Lille y el PSG recaudan sumas muy superiores a Arles-Avignon o a Nancy.

    Hemos entrado entonces en un ciclo de “tele-dependencia” que favorece a los más aventajados, a los más privilegiados. Esos clubes son en efecto la propiedad de gigantes de las finanzas cuyo perfil ha cambiado profundamente a través de los últimos decenios. Recordemos. Hasta los años 1970 la dirección de los clubes estaba a cargo de los industriales locales: Jooris, gran productor de cerveza de Lille, juega un rol determinante a la cabeza del LOSC. Prouvost, magnate del sector textil, preside el RC Roubaix; Pierre y Geoffroy Guichard, a la cabeza de los establecimientos Casino, anclaron el fútbol y el color verde en Saint Etienne. La situación era la misma en Italia; el crecimiento de los grandes clubes ha estado ligado al mecenazgo paternalista de los grandes industriales locales: los Agnelli a la Fiat y a Turín, el rico armador Dória a Génova, el industrial del textil Ascarelli y el armador Lauro a Nápoles. La práctica y el espectáculo fueron promocionados por esos grandes patrones con el objetivo de la higiene social, de valorización de la solidaridad, de identificación con la empresa, de atenuación de las tensiones laborales.

    Los años de 1980 ven imponerse sobre la escena los patrones de las comunicaciones y de la edición: J. L. Lagardère, PDG de Matra-Hachette a la cabeza del efímero Matra-Racing; Michel Denizot (Canal Plus) en Paris Saint-Germain; en Italia, Silvio Berlusconi, patrón de la Fininvest en el AC Milán. Lo que es impactante de esos nuevos patrones, como con otros (empresarios de trabajos públicos, promotores inmobiliarios, líderes de la distribución de productos de consumo), es la ruptura de los lazos entre la dirección del club y la localidad. Existe, de esa manera, una deslocalización de la dirección de los clubes. Lo que impacta en el presente es la parte asumida por los magnates de las finanzas en la gestión de esos clubes, sea Pinault en Rennes, del Emir Tamim Ibn Hammad al Tani en el PSG, de Rybolevlev en Mónaco. Evidentemente, quedan aún presidentes de clubes a la antigua, tales como Nicollin en Montpellier, pero lo que crea fuertes desigualdades, es la presencia de esos magnates de las finanzas que invierten sumas considerables, no para realizar beneficios, sino para valorizar su imagen personal, la de su empresa y también la de su país.

    Las disparidades entre los presupuestos de los clubes de la Liga 1 son enormes en Francia: en 2013-2014 el PSG dispone de un presupuesto de 488 millones de Euros; Reims de un presupuesto de 24 millones, el AC Ajaccio de 21, Bastia de 18, Guingamp de 17. ¿Es posible comparar hoy día equipos con sus sistemas tácticos respectivos, con sus vedettes de nivel sino comparable al menos equivalente, o comparar los presupuestos, estando los clubes más ricos seguros de ganar? Esa regresión en la incertidumbre competitiva, que es el condimento del espectáculo deportivo, ha sido además favorecida por dos innovaciones: la Sentencia Bosman de 1995 y la instauración de un mercado de invierno en 1997.

    La Sentencia Bosman ha suprimido, de acuerdo con la legislación de Europa, la limitación del número de jugadores, por equipo, ciudadanos de otros Estados miembros de la Comunidad; esta libertad, asociada a la posibilidad de hacer jugar 4 jugadores extra-comunitarios (a menudo son más, producto de las dobles nacionalidades), ha contribuido a aumentar las diferencias entre clubes más o menos ricos. Adquirir vedettes a precios exorbitantes es un privilegio de los clubes a cargo de los magnates de las finanzas. Algunos equipos pueden así jugar sin ningún jugador nacional; tal fue el caso del PSG contra el OM recientemente. Esta evolución hacia una mundialización mercantil de los equipos ha sido particularmente espectacular en Inglaterra, donde hasta fines de los años 1970 no reclutaba prácticamente jugadores del exterior. En 1987 sólo había en la League un 1,9% de extranjeros. Ahora, nos dicen los autores del Demographic Study of Footballeurs in Europe 2014: “la Premier League inglesa es el segundo campeonato con el más alto porcentaje de extranjeros (60,4%), justo después de Chipre”, y ellos notan aún que “los extranjeros representan también la mayor parte de los efectivos en Italia, Turquía, Portugal y Bélgica. La más alta proporción ha sido notada en el Inter de Milán (89%)”. La posibilidad de rectificar sus errores, de reforzarse es igualmente el privilegio de los más adinerados, gracias al mercado de invierno. A partir de allí, la competición está falseada de antemano y los organismos especializados pueden prever, sin riesgos de error, la clasificación del campeonato a fin del año, por lo menos para los primeros lugares. Esos clubes más adinerados no se encuentran bien en los campeonatos nacionales, pues no encuentran adversarios de su talla. Por ello, se creó en el año 2000 un G14 (disuelto después de 2008), planteando un campeonato europeo de los mejores clubes sin riesgo de relegación, etapa suplementaria en el proceso de neutralización de la incertidumbre. En los hechos, se impone una regularización si se desea volver a entregar a los campeonatos europeos toda su dimensión competitiva.

    Observemos ahora el espectáculo recordando algunas características. En relación a otras formas de representaciones, el espectáculo deportivo exhibe propiedades singulares. Al contrario de una pieza de teatro o de un film, aquí la acción no se conoce de antemano (¡salvo alguna oscura manipulación!). El público partidario de un equipo pretende influir sobre el curso de la historia que se desarrolla delante ellos estimulando a sus campeones y desacreditando sus adversarios. Esta convicción de poder cambiar el curso de una competencia no es ilusoria: los equipos ganan más seguido de local que de visitante donde ellos no tienen el aliento del “Jugador Nº 12”, como dicen en el fútbol. Pasando del “ellos” al “nosotros”, siendo actores y no simplemente espectadores del drama que se efectúa en el terreno, los hinchas no hacen más que pesar sobre el resultado de una situación incierta; por su entusiasmo ellos dan al espectáculo una máxima identidad patética. Ser partidario, identificarse a tal o cual equipo, son en efecto las condiciones necesarias para hacer funcionar completamente las emociones y sentir intensamente la alegría, la admiración, pero también, en caso de derrota, la angustia, el sufrimiento y el sentimiento de injusticia.

    Paul Veyne ha puesto muy en evidencia esta propiedad del espectáculo deportivo cuando escribe: “¿No habría que pensar (...) que un partido o un concurso son un sistema semiótico tal, que si se toma partido por un sector, entonces el sistema funciona completamente y se obtiene más de placer que si se contaran los incidentes con desinterés?” Si la búsqueda de emociones –the quest for excitement, decía Norbert Elías- es uno de los resortes esenciales del espectáculo deportivo, es además necesario ser partidario para sentir el condimento y la plenitud dramática en forma intensa. No es una obligación moral, es una necesidad psicológica. ¡No hay nada más insípido, en efecto, que un encuentro sin “enjuego”, donde no se siente uno mismo actor, donde no se pasa del “ellos” al “nosotros”! Se podrá admirar sin duda la calidad técnica, la belleza del juego, las proezas de los atletas, pero no se sentirá el condimento dramático de un espectáculo que solo es verdaderamente interesante si se es un poco o muy aficionado. Ser hincha es entonces dar al juego, para el que lo observa, un máximo de intensidad lúdica y dramática.

    Un proceso común a diferentes formas de espectáculo es el de la identificación: en el caso del fútbol, la identificación a un equipo o a jugadores que se aprecia más particularmente. ¿Cuales son los mecanismos de identificación a un equipo? Identificarse a un equipo es reconocer el estilo de juego, la composición de este equipo, así como las metáforas expresivas de su comunidad, de su pertenencia. En las diferentes situaciones que he estudiado hace una veintena de años, la identificación a un club no era percibida y concebida por los hinchas como el simple signo (arbitrario) de una común dependencia, sino como el símbolo (motivado) de un modo específico de existencia colectiva. Esas analogías no correspondían siempre a la realidad, lejos de ello, más bien a la imagen estereotipada, enraizada en el tiempo, que una colectividad tiene de ella misma y que ella desea entregar a los demás. En tanto, entonces, de la manera que los hombres juegan (y viven), sino de la manera en que a ellos les agrada relatar el juego de su equipo, el estilo de su club (y de su existencia).

    Una primera analogía, a menudo expuesta por los hinchas, los comentaristas y hasta los investigadores es la de que existen maneras de jugar y maneras de existir. Esa aproximación ha sido a menudo puesta de manifiesto en relación a estilos nacionales. Autores tan diversos como Roberto da Matta por Brasil, Georges Haldas por Suiza, Roberto Grozio por Italia, Eduardo Archetti por Argentina, han mostrado esos procesos de “indigenización” del fútbol que, ejecutado aquí y allá a partir de una partición similar de base, pero siguiendo modalidades diferentes, daría a conocer el contenido imaginario de singularidades, lo que juega un rol “performante” en la afirmación de las identidades.

    Es conveniente notar también que cada gran equipo local imprimía igualmente su propia marca en el juego. Así, la lucha vigorosa hasta el agotamiento era la dominante estilística del equipo de Saint-Etienne de su mejor época; de manera significativa, en la clasificación de las vedettes establecido por los hinchas, es Osvaldo Piazza quien ocupa el primer lugar; él se destacaba por su combatividad y su coraje, remontando el terreno en largas corridas aún si toda esperanza de victoria parecía perdida. El estilo marsellés se oponía tradicionalmente a esta manera laboriosa. Estaba hecho de desplante, de fantasía, de virtuosidad y de eficacia espectacular. La divisa del club es desde sus orígenes, en 1899, “Directo al gol”. Los versos compuestos a la gloria del club con motivo de su primera victoria en la Copa de Francia de 1924, subrayan y destacan esta singularidad del estilo del equipo y por tanto de la ciudad: “Sí, nosotros no entendemos el fútbol académico”, proclama el poeta que pide a los jugadores continuar la práctica de “un fútbol propio, pleno de jugadas formidables”. Testimonio de la adhesión a esta tradición estilística son, en las leyendas olímpicas, las vedettes virtuosas y espectaculares que ocupan el primer lugar. Ese gusto por el desplante se combina con una pedilección por los jugadores combativos, que exhiben plenamente sus cualidades viriles. Se rememoran aún con fervor el ardor y la autoridad de Josip Skoblar, que acaba de cumplir 70 años, quien “sabía hacerse respetar” e “imponerse” en el seno de las defensas adversas; el no dudaba, cuentan los hinchas con nostalgia, en dar: ¡un golpe en el vientre al defensor opuesto o a escupirle a la cara!

    En Nápoles también han apreciado la fantasía espectacular encarnada, en los años 1990, cuando el equipo brillaba, por esos jugadores virtuosos que eran Giordano, Carnevale, Maradona y Careca. Esos estilos marsellés y napolitano se oponían a la manera de funcionar de la Juventus de Turín, la que representaba a través de las tres S (Seriedad-Simplicidad-Sobriedad) que le servía de divisa, el modelo industrial de los Agnelli y de la Fiat. Aquí nada de fantasía, de acción brillante pero inútil. Simplicidad táctica, rigor defensivo, realismo al aproximarse a los arcos... eran las dominantes del estilo local. A los fuegos de artificio de los napolitanos respondía, incluido a través del fútbol, la gravedad industriosa de la capital piamontesa.

    Para el joven hincha, descubrir progresivamente esas propiedades del estilo local es una manera de educación sentimental a través de los valores que identifican su colectividad, su ciudad o su región.

    La composición del equipo a lo largo tiempo ofrecía otra metáfora expresiva y aumentada de esta identidad colectiva. Consideremos el caso de Glasgow: la oposición entre el Celtic, club católico fundado por un hermano marista, sostenido por los inmigrantes irlandeses y presidido, al comienzo, por el arzobispo de la ciudad, y los Rangers, protestantes y unionistas, es secular. “Ningún espectador de un partido oponiendo los Rangers al Celtic, escribía Bill Murray, no puede creer que está asistiendo a un simple partido de fútbol. Un verdadero mar de colores verdes y blancos, con los tres colores irlandeses, agita la mitad del estadio. Al frente, un despliegue de bufandas rojas, blancas y azules constituyen un contraste impactante, reforzado por las múltiples banderas británicas. A los cantos rebeldes que elogian la República de Irlanda o estigmatizan a la Asociación de Defensa del Ulster (el adversario protestante de la IRA) responden los cantos que celebran el placer de mantenerse de pie en la sangre de los Republicanos, en recuerdo de la batalla del río Boyne y de la victoria Guillermo III sobre los católicos, o aún palabras bastante poco reverentes contra el Papa y el IRA”. Esas oposiciones se han largamente expresadas a través del reclutamiento de los jugadores. En 1989, por primera vez después de ochenta años, un jugador católico, Maurice Johnston, ingresó en los Rangers. Siguió una muy viva polémica. Los hinchas depositaron, en signo de duelo, una corona en el estadio y su presidente declaró: “Es un triste día para los Rangers. Esto me anuda la garganta y hay mucha gente que va a romper su abono”. Así, hasta los últimos años, el criterio religioso era determinante en el reclutamiento de los jugadores. A ello se agregaba otra forma de exclusión: los dos grandes clubes escoceses, a pesar de su riqueza material, rehusaban adquirir jugadores ingleses.

    Del lado de Marsella, a la inversa, los jugadores que a través del tiempo recogen los mayores favores son sin duda las vedettes extranjeras que han fuertemente marcado la memoria local. Se recuerda así, entre los héroes de los años 1930-1940, al húngaro Kohut, al brasileño Vasconcellos, la “perla negra” marroquí Ben Barek y, más cercanos, a los suecos Gunnar Andersson y Roger Magnusson, al yugoeslavo Josip Skoblar, los brasileños Jairzinho y Paulo César, el inglés Chris Waddle y aún más cerca, el italiano Fabrizio Ravanelli, cuya presencia encantaba a los jóvenes espectadores, al ivoriano Drogba, al senegalés Niang, etc. En un sólo período, de 1981 a 1984, la ciudad se ha realmente identificado a un equipo formado por jugadores nacionales, cuando los “novatos” salidos del Centro de Formación del club permitieron al OM de remontar en primera división. 286.000 espectadores asistieron a los partidos en el Estadio Velódromo en 1983-1984. Pero ese caso particular – la representación del yo por el yo – objeto de un consenso fugitivo, desaparece de la historia del fútbol en Marsella tras la fórmula opuesta, la representación del yo por el otro. Sin duda se aprecia que el equipo cuente con algunos jugadores de sus canteras, garantes de la identidad local. Pero aquellos que a través del tiempo han recogido los más grandes favores son las vedettes extranjeras que, después de haber dado garantías públicas de su “adopción” (declaraciones valorizando Marsella, peregrinaje ostentatorio a Notre Dame de la Garde) tienen por misión la de “honrar la ciudad”. Las cifras dan una idea precisa de esta predilección marsellesa por los jugadores extranjeros. De 1945 a 1974 el equipo de Reims, que dominó el fútbol francés al final de los años cincuenta, contaba en mediana 7% de extranjeros en sus efectivos; Saint Etienne, el club faro de los años 1970, 12,3%; el OM, durante el mismo período, un 18%. Un sobrenombre, el empleo de su prenombre para estimularlos o mencionarlos consagran la integración de esas vedettes extranjeras: el Ipor Magnusson, Baka por Sliskovic, Pixie por Stoikovitch, Tony por Cascarino, Fabrizio por Ravanelli, etc. Esos jugadores se integran rápidamente en el medio social de la ciudad, donde ellos tejen amistades y son fácilmente invitados. Todos aquellos que han logrado con éxito su aventura deportiva en Marsella se acuerdan con emoción, una vez su carrera terminada, de esta extraordinaria proximidad afectiva entre la población y “sus” jugadores.

    ¿Qué significa en definitiva esta fascinación, en Marsella, por la vedette extranjera? ¿Qué nos explica sobre la identidad de la ciudad?

    Esta predilección por las glorias venidas de afuera tiene sin duda un doble significado. Hacer celebrar su propia identidad por extranjeros, es a la vez afirmar simbólicamente su fuerza de atracción frente al ambiente despectivo y repetir, de manera ideal, una historia construida por potentes movimientos migratorios. A la estigmatización del otro cercano -género en el que la ciudad es también campeona, ¿es necesario destacarlo?- el equipo, en su diversidad opone una faceta complementaria del imaginario urbano, el de un cosmopolitismo valorizado. A la xenofobia cotidiana hacia el recién llegado, sobretodo si es pobre, responde la xenofilia de larga duración cuando la ciudad recuerda su pasado, se relata un sueño. En el fondo, en el terreno se vuelve a jugar la parábola de un destino colectivo, viniendo desde los orígenes mismos de la ciudad. La trayectoria de las vedettes extranjeras adoptadas ofrece una especie de reducción expresiva e idealizada de esta fusión en la ciudad, así como la presencia de inmigrados en las tribunas aparece como un rito de pasaje en el camino de la integración.

    Más profundamente, ese culto a la vedette extranjera testimonia, a su manera, de las concepciones locales de la ciudadanía. Exprime, de un modo enfático, la predominancia del derecho de suelo sobre el derecho de sangre en esta franja latina de Europa; recuerda que se puede llegar a ser marsellés sin prevalecerse, como en otras sociedades, de una larga genealogía autóctona, donde, por parafrasear la admirable fórmula que F. Sieburg ha aplicado en otro contexto, que se puede llegar a ser miembro de esta colectividad “como si fuese bautizado”.1

    En breve, el equipo simbolizaba, hacía visible y encarnaba, hasta los últimos años, a través de su estilo y su composición, la identidad real e imaginaria de la colectividad que ella representaba.

    La gestión estaba también en sintonía con el imaginario de la ciudad. Patrick Fridensen, más recientemente Antoine Murat, nos han mostrado como el club y el equipo de Sochaux eran administrados según el modelo industrial de Peugeot: “Corresponde a los responsables del equipo el conocer perfectamente a cada jugador, con el fin de ubicarlo en el lugar donde es capaz de rendir al máximo”, se puede leer en el diario de la empresa en 1954. “En la fábrica es la misma cosa, cada uno debe estar perfectamente en su lugar y corresponde a cada uno controlar eso”. René Hauss, le director técnico del FC Sochaux en los años 1970, alababa esta disciplina de fábrica en los terrenos: “Nada de concertación, nada de contestación, una jerarquía bien establecida”, declaraba al Entrenador francés en 1976. Antoine Murat nos muestra que los jugadores extranjeros deben tener su rol en esta reproducción, pelota al pie, del espíritu Peugeot. “Todo está hecho, escribe, para que los obreros inmigrados de la empresa Peugeot puedan identificarse al equipo, siéndolo seguramente (...) su aculturación a ciertos valores de la “marca del león”. Recordemos, para subrayar la importancia de ese proyecto disciplinario, que el FC Sochaux fue uno de los primeros clubes en crear un centro de formación famoso por su rigor (“Talento sí, pero sobretodo trabajo” se leía en el folleto de presentación en 1981), centro de formación que producía la base del equipo. Es otro esquema - u otro diagrama, para recoger el vocabulario de Deleuze -, en sintonía con el imaginario de la ciudad, que prevalecía en Marsella.

    Al contrario de otros grandes clubes franceses (el FC Sochaux, el AS Etienne, el RC Lens, el AC Auxerre, etc.), el OM ha, desde su acceso al profesionalismo en 1932, siempre ha preferido la adquisición de vedettes a una política continua y laboriosa de formación de jugadores. No ha sabido, o deseado, establecer una política de colaboración con los clubes “de barrio” que se encuentran en la ciudad y son, en algunos casos, verdaderas canteras de talentos. De manera sintomática, grandes jugadores salidos de esos clubes (se cuentan alrededor de 120, todas categorías involucradas) han madurado y efectuado la totalidad o lo esencial de su recorrido deportivo fuera del OM: Tigana, formado en el Cailleuls, no ingresó al club hasta el fin de su carrera; Cantona, salido de la misma cantera, sólo atravesó la vida del club; Zidane, quien hizo sus primeras armas en el Septèmes, escapó a la vigilancia del OM... Pero aquí no se contentan con esperas y promesas. Se exige el éxito de inmediato. Al “número” que se espera en el terreno, responden así las transferencias impactantes, las “jugadas de póker” de los presidentes que tanto agradan a los hinchas.

    Como la imagen de esta ciudad, la historia del club se cuenta a un ritmo inquieto, puntuado de excesos, de crisis y de dramas, de “reacciones” cuya desmedida suscita la ironía o la reprobación, pero que los marselleses evocan con un cierto orgullo. ¿No es acaso la marca de una historia cálida y singular, todo salvo el curso banal de un río tranquilo? Síntoma de ésta crónica tumultuosa, ningún equipo en Francia ha cambiado tan seguido de entrenador desde la instauración del profesionalismo: 54 despidos desde 1932 a 1998. Desde 1945 hasta 1983, durante las 33 temporadas en que ha estado en la primera división, el equipo de Saint Etienne ha tenido ocho entrenadores; en el mismo período y durante las 29 temporadas donde ha estado en la elite, el OM ha cambiado 24 veces.

    Identificación a un equipo, a su estilo, a su composición, pero también identificación a sus vedettes que han aprendido a conocer y a reconocer al filo de los años.

    Si algunos grandes campeones suscitan la unanimidad, otros recogen más o menos favores según las diferentes categorías de espectadores. Al examinarlos, los campeones, en su diversidad, aparecen como figuras emblemáticas de las identidades sociales. El equipo de fútbol ofrece así, a causa de la variedad de cualidades que exhibe (fuerza, astucia, coraje, sentido táctico) una paleta contrastada de posibilidades identificatorias. En Marsella, en 1987, dos jugadores gozaban de las más elevadas cuotas de popularidad: Alain Giresse, un organizador con extraordinario sentido táctico y Joseph-Antoine Bell, un arquero camerunés, espectacular, fantasista y virtuoso. Los hinchas del primero, verdadero patrón en el terreno, eran en su mayoría de más de cuarenta años de edad, pertenecientes a la clase media o superior, los que residían en los barrios acomodados del sur de la ciudad. Los del segundo, amantes de “números”, eran en su mayor parte, jóvenes de menos de veinticuatro años, que residían en los barrios populares del norte de la ciudad, donde ellos seguían estudios, eran obreros, empleados o desocupados. En 1994, en Lens, las dos vedettes preferidas eran Roger Boli, un jugador espectacular y Jean-Guy Willemme, un defensor conocido por la sobriedad de su juego y su coraje a toda prueba. De manera sintomática, los favores del público joven y popular, agrupado tras los arcos, iban más bien hacia Boli, las de los espectadores más de edad, que ocupaban las tribunas centrales, hacia Wallemme. Se podría multiplicar los ejemplos y los matices de esta geografía social de los entusiasmos que se reproducen en grandes líneas en un estadio, en un deporte y de una ciudad a otra.

    Pero, recordando esas correspondencias del pasado entre la ciudad y su equipo y sus jugadores, tengo la impresión de que soy un soldado japonés que sigue combatiendo cuando la guerra ya ha terminado. Los jugadores que, en el pasado, eran salidos del barrio y cumplían gran parte de su carrera en el mismo club (al precio, es verdad, de contratos a menudo leoninos, antes de la adopción de los contratos de tiempo limitado) se transformaron en meteoritos siguiendo las demandas del mercado. ¿Como identificarse a un jugador que pasa una sola temporada, a veces menos, en un club? ¿Cómo identificarse a un equipo, a su estilo de juego, cuando los jugadores como los entrenadores se renuevan a un ritmo acelerado? Hay un proceso de autonomía de los clubes y de los equipos en relación a las ciudades de las cuales son porta-estandartes. Ese pasaje del equipo desde el símbolo (motivado) al simple signo (arbitrario) de pertenencia colectiva, no afectan sin embargo el fervor popular. Pero éste ha cambiado progresivamente de substrato y de significación: a la celebración entre sí se ha substituido un show de vedettes reagrupadas bajo los mismos colores, con la camiseta restando como el principal emblema de identificación.

Footix, mascota de la Copa del Mundo Francia 98

    Las formas de participación de los hinchas más demostrativos han también evolucionado a causa de la transformación de los estadios y de las nuevas formas de participación del público planteadas por los clubes y las instancias dirigenciales del fútbol. A raíz de la violencia que ha afectado en los años de 1980, los clubes y los cuerpos dirigenciales del fútbol han tomado una serie de medidas para eliminar a los hinchas más belicosos. El precio de las entradas y de los abonos ha aumentado considerablemente, implicando una “selección”, un “aburguesamiento” de los espectadores en estadios “limpios”. Esta evolución va conjuntamente con la evolución actual de los locales deportivos, estadios que se preparan a ser, con sus equipamientos anexos (comercios, salas de cine, instalaciones para los niños y para los adultos: se puede allí celebrar ahora su aniversario de matrimonio), “lugares de vida”. Esta modernización de los estadios ha implicado la fórmula del “todos sentados”, incluyendo los virajes, las curvas y los espacios situados tras los arcos. El objetivo de los dirigentes de los clubes y de las federaciones se podría así resumir en un triple comando: “¡Paga, siéntate y cállate!”. Aún mejor – o peor – los responsables aceptarían de buenas ganas disponer de un ambiente sonoro y visual asegurado para los hinchas, bajo las órdenes de un animador del club. Ahora, esas tendencias se enfrentan a las prácticas de los hinchas más apasionados. Ellos se sienten desposeídos de aquello que es propio del espectáculo deportivo: la animación del estadio. ¿Como hacer un “tifo” (cuadro colectivo) estando sentados? No se puede apoyar su equipo que con el cuerpo fundido en la masa. Recordemos que ser un hincha es una experiencia singular. Sostener, es en primer lugar resentir, en su cuerpo, la tensión anterior al partido, la intensidad del drama que se desarrolla en el terreno, la alegría o el sufrimiento de la victoria o la derrota. La palabra italiana tifoso (hincha) traduce bien esta violencia de las sensaciones; ella viene de tifo (tífus) que designa la terrible enfermedad contagiosa, en la que una de sus variantes es caracterizada por una fiebre intensa y una agitación nerviosa. Todos los hinchas expresan a través de sus palabras como a través de sus comportamientos, la intensidad de esta experiencia corporal. Los más fervientes se declaran “tomados” desde algunos días antes de un match importante. Duermen mal la noche anterior. Comen poco o nada antes del partido y van al estadio concentrados, tensos y concentrados. Durante el match “vibran” en sintonía con los logros de su equipo, comentan el juego con gestos y palabras, apoyan a los suyos, insultan a los adversarios, reclaman contra la injusticia y la suerte, palidecen en caso de derrota, manifiestan su alegría con abrazos a vecinos desconocidos -de los que se despedirán apenas terminado el partido-, exprimen bulliciosamente su felicidad y su “alivio” una vez que la victoria ha sido obtenida, pero limpian furtivamente una lágrima, tienen “las piernas cortadas”, “el estómago anudado” si el destino se ha mostrado desfavorable; en ese caso, ellos regresarán rápidamente a su domicilio, su sueño será puntuado de pesadillas y se despertarán de mal humor. Bien entendido, todos los hinchas no resienten ni sufren con la misma intensidad esta gama de emociones; la edad, el sexo, el medio social, el grado de fervor agravan o atenúan los sentimientos y las demostraciones militantes. Sin embargo, sea exacerbado o sosegado, exteriorizado o interiorizado, la acción de ser hincha es, para todos, una experiencia corporal. Al mismo tiempo, será puesta en duda la sinceridad de un hincha que no manifieste en forma suficiente su alegría o su sufrimiento. Esas sospechas se dirigen a menudo sobre los indiferentes impávidos que se esfuerzan en expresar nada, “por temor al ridículo” y se niegan en especial a cantar, esa prueba colectiva de adhesión militante. Los hinchas más ardientes rehúsan de ser desposeídos de aquello que ellos consideran como sus prerrogativas, el sostén virulento a su equipo y el descrédito del adversario. Para ellos, el símbolo de esa desposesión, es “Footix”, el símbolo tipo Disney exhibido por la FIFA en ocasión de la Copa del Mundo 1998. He aquí su reacción a la evolución del espectáculo deportivo: “¡Pagar, cerrar la boca, admirando a los mercenarios, no!”, responden los Ultras, afirmando con ello que ellos desean ser actores de su propia historia. Todos reivindican a través de su compromiso un deseo de hacer y de actuar, de pesar sobre el desarrollo del partido, pero también de influir en la vida del club. Cuando los resultados son malos, cuando los jugadores y los dirigentes no son meritorios, ellos levantan banderas asesinas, distribuyen panfletos, organizan huelgas de hinchas, reclaman renuncias. Ellos reclaman hoy ser más directamente asociados a la gestión del club que sostienen y por el que entregan importantes sacrificios. Todos resienten el sentimiento de no ser bastante reconocidos: “Ellos nos tratan como la última rueda de la carreta, ahora que somos nosotros los que la hacemos avanzar”, dicen ellos, pero esta afirmación es parcialmente verdadera si se tiene en cuenta la parte cada vez menor de la venta de entradas en el presupuesto del club. El club encuentra lo esencial de sus ingresos en los patrocinadores, en los derechos de retransmisión por televisión y en el mercado de compra-venta. Este compromiso con el club tenía en el pasado una contrapartida: la visita regular del equipo a las agrupaciones de hinchas, una práctica del ayer que ilustra la distancia creciente entre los hinchas y los jugadores (en la mayor parte de las celebraciones) del equipo. Ese sentimiento de pérdida de posesión y de marginalización está reforzado por las numerosas medidas reglamentarias que codifican y limitan la práctica del hincha: la prohibición de las banderas de materiales inflamables en Italia, la autorización de introducir tal o cual otra bandera en el estadio, la prohibición de insultar al equipo adversario y a los jugadores adversarios (lo que se puede comprender si se trata de insultos racistas, pero no tanto si son estereotipos utilizados para molestar al adversario: acaso el estadio no es un lugar de liberación de los comportamientos, uno de los raros espacios donde aún se pueden emitir palabrotas); las prohibiciones administrativas del estadio (sin posibilidad de debate contrario) han sido oficializadas en Francia por la ley de 2006; asociaciones de hinchas han sido disueltas. En breve, lo que predomina es una reglamentación y un control creciente con video-vigilancia, un control judicial de los hinchas. Se comprende muy bien que la sociedad se proteja de las violencias físicas y verbales. Pero entre la disneylización del espectáculo deportivo y el hooliganismo, hay una vía a encontrar, con más razón si el público equipado, vestido con los colores de su club, en este sitio particular donde se ve y se es visto, ese público forma parte del espectáculo. Nada es más desolador que un partido jugado sin público en un estadio suspendido.

    La transición en curso hacia un espectáculo aseptizado privará sin duda a las tribunas de esas turbulencias, pero también de sus formas particulares de participación creativa. Porque esta cultura juvenil y popular es creativa, ella testimonia con un agudo sentido de la improvisación, es decir de “esta capacidad de arreglarse con cualquier cosa”, según la expresión de Claude Lévi-Strauss; ellos transforman en accesorios coreográficos los platos de cartón, las bufandas, que se alzan o que se hacen girar; ellos emplean el material náutico (las bocinas, las bombas de humo en caso de accidente) para saludar la entrada y los logros de los jugadores; ellos toman del folklore sus instrumentos (las carracas), a la religión sus emblemas (crucifijo, etc.), al ejército los estandartes, a los manifestantes de las calles su ropa de combate (el pañuelo cubriendo la cara y la nariz y amarrado tras la nuca), a las organizaciones políticas sus símbolos más provocadores (estrellas de cinco ramas, bufanda de Fedayín), a los movimientos revolucionarios la imagen de sus ídolos (retrato del Ché Guevara, por ejemplo). Voraces, ellos integran todo elemento nuevo que sea susceptible de hacer espectáculo, de estimular los suyos o de intimidar al adversario.

    Esta bulimia es particularmente impactante cuando se examina el repertorio vocal y coral de los hinchas. Ritmos y melodías que se retoman o sobre las cuales se colocan palabras partidarias, provenientes de los géneros populares más heterogéneos: cánticos religiosos (Ave María de Lourdes), aires de ópera (Marcha triunfal de Aída de Verdi), himnos nacionales, “tubes” (éxitos) internacionales de ayer y de hoy (When the Saints go marching in, My darling Clementina, Guantanamera, Yellow Submarine, La Pantera Rosa, Che Sara Sara, Pomrompompero, La Lambada...), éxitos locales o canciones populares regionales (O’surdato ‘nnamurato en Nápoles, Quel mazzolin di fiori/Che vien de la montagna, L’uva fogarina (en Turín y en Nápoles), cantos nacionalistas. ¿Esta concretización y esta reinterpretación de repertorios extraordinariamente variados no son acaso las marcas de la versión contemporánea, por excelencia, del folklore – “este aglomerado indigesto de todas las concepciones del mundo y de la vida que se han sucedido”, según la definición de Antonio Gramsci? El partido de fútbol es una de las raras ocasiones donde se expresan, de manera colectiva, un folklore viviente, un mínimo cultural compartido que sella una pertenencia común. No se trata, al subrayar los aspectos creativos de esta cultura, considerar un juicio de valor y alzar gestos y cantos de los Ultras al nivel de una gran obra artística. Finkielkraut ha justamente denunciado las desviaciones etnologistas pretendiendo reconocer un estatuto similar a las diversas producciones culturales. Si las manifestaciones de los Ultras corresponden sin duda a lo estético, no pretendo por ello decir que una bella coreografía en las tribunas “equivale a un ballet de Pina Bausch”. Dicho esto, la modernización y la secularización en los estadios, así como son llevadas a cabo, conducirán a una regresión de esas formas originales de creación y de participación. Esta modernización no parece tampoco favorecer el potencial de integración social en los estadios, así como en las tribunas. Un reciente estudio sobre la renovación del estadio de Neufchâtel da cuenta de “un balance mitigado”. Existe una tendencia, en esas nuevas construcciones, con una mayor segmentación del espacio, a una “elitización de las tribunas”, a un retroceso de la integración social y de la sociabilidad.

    Mis reflexiones pueden parecer pesimistas, en especial a pocos minutos de un Chelsea – PSG que suscita el interés y el entusiasmo. Pero todo lo que contribuiría al retroceso de la incertidumbre y a una distancia creciente entre los espectadores y su equipo sería de un mal augurio para el fútbol, uno de los raros referentes comunes de una cultura mundial masculina y, cada vez más, también femenina.

Notas

  1. Sieburg, F. Dieu est-il français? (¿Dios es francés?). París, Grasset, 1930, pág. 76.

Referencias

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EFDeportes.com, Revista Digital · Año 19 · N° 200 | Buenos Aires, Enero de 2015
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