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Casos didácticos de altruismo en el cine

 

Universidad de Málaga

(España)

Sergio Díaz Cambló

Antonio Hernández Mendo

mendo@uma.es

 

 

 

 

Resumen

          La Psicología académica y la evolucionista comparten algunos preceptos, entre ellos que la manifestación de toda conducta es una función de los mecanismos psicológicos y que estos son resultado del proceso de evolución, ya que la naturaleza gregaria y social del ser humano le ha instado a desarrollar las habilidades necesarias que le integren en grupos con el fin de sobrevivir. Esta esencia comunitaria le llevará a elaborar conductas prosociales destinadas a garantizar la propagación genética de la especie, como el altruismo (lo opuesto al egocentrismo), si bien numerosos expertos encuentran connotaciones egoístas en cualquier comportamiento de auxilio, por generarse una satisfacción que se contagia por empatía. Más allá de este debate, el artículo ilustra, con la ayuda de dos largometrajes, conductas altruistas que han tenido lugar en la realidad, demostrando cómo, pese a iniciarse en contextos adversos, las influencias sociales pueden motivar cambios.

          Palabras clave: Altruismo. Influencia social. Conducta. Psicología social. Psicología evolucionista. Cine.

 

 
EFDeportes.com, Revista Digital. Buenos Aires, Año 17, Nº 177, Febrero de 2013. http://www.efdeportes.com/

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Etimología y delimitación conceptual

    Además de la revolucionaria e histórica Teoría de la Evolución, El origen de las especies de Darwin (1876) también contiene las bases de la Psicología social evolucionista. Si los mecanismos básicos de la selección natural consisten en la retención selectiva y la variación aleatoria de los genes, también hay una preferencia sobre la capacidad transmisora y procesadora de la información emocional; el motivo se ubica en que la selección natural lleva aparejada la sexual. En otras palabras, el éxito de una especie está constituido por su supervivencia, y lograrla depende no sólo de que tenga la facultad de interpretar adecuadamente el entorno (identificando la hostilidad, por ejemplo, para iniciar una huida), sino de que perpetúe sus genes, y esa reproducción está atada a su capacidad de afiliarse a los congéneres, al grupo, y en definitiva, a patrones sociales.

    Dicho de otro modo, cualquier componente de una especie, en pos de ese instinto de supervivencia, está concienciado de que es necesaria la transmisión genética, no sólo de la suya, sino de la de todos los iguales; en este sentido, desarrollará lo que Hamilton (1964) definió como “capacidad inclusiva”, que es la suma del éxito reproductivo a título particular más las acciones destinadas al éxito reproductivo de los parientes. Con este último fin, se originan las conductas sociales, que son respuestas a estímulos ambientales que desencadenan procesos psicosociales de índole adaptativo y modular (Gómez-Jacinto, 2005), y el motivo de que surjan comportamientos como las alianzas, la agresión, la ayuda, la cooperación o el eje del presente artículo, el altruismo.

    Buss (2005) entiende, así pues, que la Psicología Social es el pilar de la vertiente evolucionista. Al ser la humanidad una especie intrínsecamente gregaria, se ha precisado de múltiples recursos cognitivos y computacionales con los que representar, planificar y predecir la conducta propia y la ajena, en favor de la interiorización de las normas vigentes del grupo al que se aspira a entrar. Son muchos los autores, entre ellos el mismo Buss (2004, 2005), los que piensan que la abrumadora evolución del cerebro se debe a que se requería de un dispositivo, capaz de manejar los intrincados procesos derivados de la obligada interacción social (¿los 900 centímetros cúbicos de corteza cerebral que tenemos de más respecto a los chimpancés?).

    Desde las cavernas hasta las naves espaciales, la evolución genética ha devenido muy lentamente, lo que se explica porque la adaptación humana es producto de ambientes ya inexistentes. Pero los cambios culturales son continuos, y el aprendizaje social e individual han sido (y son) imprescindibles para la integración del sujeto, y, en ese aspecto, sí que son cambios evolutivos. Estas conclusiones se han asumido gracias a múltiples investigaciones, de entre las que sobresalen las pertenecientes a Pinker (2000, 2003), uno de los principales artífices de esclarecer los principios básicos que la Psicología académica y la evolucionista comparten (por ejemplo, que toda conducta manifiesta es una función de los mecanismos psicológicos, los cuales han surgido por procesos estrictamente evolutivos y dependen de su propio contexto de adaptación).

    Kenrick y Trost (2004) concretan que la Psicología evolucionista se centra en seis áreas de la faceta social de cualquier individuo: el estatus, la autoprotección, el emparejamiento (y mantenimiento de la pareja), el cuidado parental y el establecimiento de alianzas, cada una con sus propias reglas de articulación. Mientras que el estatus está relacionado con la formación de jerarquías de los grupos sociales y la autoprotección con el desarrollo de la identidad (al separar exogrupo de endogrupo), el cuidado parental, las alianzas y el emparejamiento guardan una correspondencia con las conductas cooperativas (como analizaba el dimorfismo sexual darwiniano), que están gobernadas por mecanismos empáticos.

    Así pues, parece determinante, para que se desarrollen las conductas prosociales, la existencia de empatía, término empleado por vez primera en el siglo XVIII por Robert Vischer (citado en Davis, 1996) bajo la palabra “Einfülung”, traducido como “sentirse dentro de”, aunque sería Titchener quien lo acuñó, en 1909, después de que numerosos autores, como Leibniz y Rousseau (citados en Wispé, 1986), acusasen la necesidad de fabricar un concepto que abarcase el “acto de ponerse en la piel de otro, como obligación de todo buen ciudadano”.

    Para Batson (1991), la empatía es una emoción vicaria correlativa al estado emocional de un tercero; es decir, experimentar sentimientos como por ejemplo la compasión o el interés, al tomar conciencia de que otra persona sufre, y no figurar como mero testigo, sino como un espejo donde la víctima vea lo que siente. Sin embargo, desatiende la dimensión cognitiva y la pondera como una emoción resultante de estímulos contextuales puntuales, algo que investigadores como Davis (1996) no comparten. La definición aceptada por unanimidad es la que postula este último autor: “la empatía es el conjunto de constructos que incluyen los procesos de ponerse en el lugar del otro, y las respuestas afectivas y no afectivas que ocasionan”.

    La empatía entonces estaría determinada por la coyuntura que envuelve al sujeto; esto entronca con Kenrick y Trost (2004), las influencias sociales (Canto, 1994) y los trabajos de categorización de Tajfel y Wilkes (1963). Si percibo a un sujeto del exogrupo como una amenaza a mis recursos, no le ayudaré; si lo catalogo como miembro de la comunidad, la cooperación supondrá un beneficio endogrupal. Como apuntaba Davis (1996) en la definición del término, la empatía es un conjunto de constructos, y por tanto, están mediados por los agentes sociales (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012a), pues son quienes distribuyen las representaciones de la realidad que un colectivo comparte (Solís, 2002), y que deberán ser asumidas si pretende afiliarse (Cruz, Boixados, Torregrosa y Mimbrero, 2003).

    Por tanto, la empatía sería una norma social que establecerá el grupo con su propia idiosincrasia (Sherif, 1936), como ya señaló Batson (1991) al calificarla de vicaria. Los trabajos de Latané y Darly (1970) también apuntan al contexto como influencia directa causante de que los sujetos unas veces decidan cooperar y otras veces, no. Esto nos hace evocar los trabajos de Bandura (1982, 1987) y la trascendencia de los modelos de imitación implicados en las influencias sociales (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012b), pues éstas son inherentes al ser humano dada su índole gregaria (Turner, 1991).

    Los mecanismos de influencia social se describen como “aquellos que gobiernan las modificaciones de las percepciones, juicios, opiniones, actitudes o comportamientos de un individuo, provocadas por su conocimiento de las percepciones, juicios, opiniones, etc., de otros individuos” (Canto, 1994). La influencia social es un proceso polifacético y amplio que posee múltiples manifestaciones, según las cuales se han establecido distintas clasificaciones de la misma. Barriga (1982) plantea diferentes situaciones de influencia social en base a las modalidades propuestas por Faucheux y Moscovici (1967):

  • Obediencia: es el resultado de acatar una orden sin cuestionarla, porque la responsabilidad se delega en quien ostenta el poder y decreta el mandato. Quien efectúa esa orden no se implica en las consecuencias, algo que defendió Milgram (1973) en su investigación. Los trabajos de Ross (1977) también concluyeron que un edicto se realiza bajo la convicción de que sus resultados sólo atañen a la autoridad.

  • Conformidad: como en la obediencia, la conformidad es el resultado de la presión del grupo mayoritario, con la diferencia de que en este caso sí hay un juicio sobre las normas que ostenta la mayoría, pero son asumidas porque se quiere permanecer dentro del grupo (Asch, 1952). Para Baron y Byrne (1998), dos son los efectos más determinantes en esta opción: “arrastre” (lo que ha pactado la mayoría es a lo que me someto), y la “desindividuación” (hay una identidad compartida que no deja margen para la propia).

  • Persuasión: es la búsqueda de una modificación en la actitud subyacente, a través de un cambio resistente al resto de los mecanismos de influencia (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012d). Han de existir una pretensión muy marcada en ese propósito de corregir el comportamiento ajeno y una interacción simbólica, para que se origine el proceso (Reardon, 1983; Canto, 1997).

  •  Innovación: la ejercen las minorías activas con el fin de propiciar el cambio social, a través de nuevas formas de pensar. Hernández Mendo (1998) señala que la innovación puede darse desde la privación de poder, transformando el esquema de la influencia a un flujo bidireccional, donde minoría y mayoría se influyen recíprocamente. Quienes desplieguen la innovación deberán asegurarse la coherencia de sus planteamientos, para que no haya fisuras desde las que la mayoría pueda desbaratar sus argumentos; asimismo, deberán ser flexibles para evitar que el mensaje sea interpelado de forma errónea. Desde esta influencia tienen lugar los cambios sociales, pues se renuevan las normas y la minoría pasa a ser la mayoría (pese a que no es su fin alcanzar el control del grupo), inaugurándose un período de normalización (Baron y Byrne, 1998).

  • Normalización: es la aceptación de las reglas compartidas por un grupo (Sherif, 1936). En situaciones de conflicto o confusión, cuando no hay una sola norma vigente admitida de forma unánime, la instauración de un marco referencial al que acogerse es la definición apropiada del término, para autores como Moscovici y Ricateau (1972).

    Retomando a Turner (1991), los procesos de influencia son inherentes al ser humano; son “un hecho fundamental en la vida social” (Baron y Byrne, 1998, p. 374), y por tanto, no pueden eludirse: el sujeto tomará el modelo de referencia adecuado o no para desenvolverse en un entorno, pero necesariamente tomará uno que le sirva para integrarse en una comunidad a través de cualquiera de los procedimientos explicados.

    Cosmides y Tooby (1992) exponen igualmente que estamos dotados de los mecanismos necesarios para gestionar, con mayor o menor acierto, la complejidad de los intercambios sociales, entre los que incluyen el altruismo, al que describen sencillamente como un trueque asíncrono, una suerte de “hoy por ti, mañana por mí”. Evidentemente, se requieren de una serie de facultades que eviten que quien suministra la ayuda nunca reciba la contraprestación, y éstas son: reconocimiento del otro/s individuo/s y su historial de interacciones mutuas, la comunicación, la identificación de las necesidades y de los deseos ajenos, y por último el balance entre el coste y el beneficio de actuar.

    Pero Cosmides y Tooby (1992) están dibujando el altruismo recíproco (Trivers, 2002). ¿Qué hay del altruismo, a secas? ¿Cómo se explica la prestación de un favor que no se espera que sea devuelto? Podemos empezar por definir el mismo concepto, creado por el filósofo Augusto Comte en 1851 como contrapartida al concepto de egoísmo, y proveniente del francés antiguo autri, a su vez oriundo del latín alter (“otro”), que sería ampliamente desarrollado (1868) como base de su filosofía positivista.

    Para Comte, todo sujeto está bajo la influencia de dos impulsos: el egoísta y el social/altruista. Para que exista un bienestar individual y colectivo, habrán de someterse los intereses personales a los generales, a través de un impulso interior. El concepto se propagó rápidamente debido a su empleo en los discursos marxistas, que recurrían a él por conciliar las necesidades particulares y sociales, y su función de antítesis del egoísmo quedó asentada.

    Los ensayos de Smith, Keating y Stotland (1989) concluyeron que los sujetos actúan ayudando porque pronostican que, haciendo el bien, van a impulsar un sentimiento de satisfacción en el auxiliado que les va a ser contagiado después; esto es, la retroalimentación de la persona socorrida despierta un bienestar que llegará por empatía al benefactor. De nuevo, constatamos la importancia de la empatía, omnipresente en los mecanismos altruistas.

    Sin embargo, la auténtica motivación subyacente sería egocentrista (ayudo para experimentar autosatisfacción y mi propio placer) desde el prisma de numerosos expertos, abanderados bajo la Teoría del “gen egoísta” de Dawkins (2002), que postula que éste busca expandirse en la sociedad desarrollando rasgos que favorecen a otros organismos, además de al organismo portador. En otras palabras, el autor expone que un gen per sé no determina nada, a no ser que interactúe con otros, produciendo células, que, por agregación de otras más, conformarán un órgano, que ocasionará un organismo, y éste, al interactuar, propiciará una estructura emergente… Es decir, que según Dawkins (2002) ningún acto altruista está exento de recompensa; percibir una contraprestación a posteriori será en mayor o menor medida gratificante y/o circunstancial, pero siempre existirá como ganancia inmediata la propagación de ese “gen egoísta” (que llega en forma de placer empático).

    Cialdini y cols. (1997) también elaboraron una investigación de deducciones similares; centrándose en el lazo entre el “yo propio” y el “yo ajeno” (vínculo que denominaron “unidad”), afirmaron que la empatía es el establecimiento de ese nexo: conectar con el otro, entonces, supone que cuando se le asiste, uno se está auxiliando a sí mismo. Para corroborarlo, experimentaron con situaciones hipotéticas de sujetos necesitados de ayuda, fijando una escala de relación con ellos (desconocido, conocido, amigo íntimo y familiar cercano) totalmente arbitraria, manifestándose que los participantes accedían a involucrarse más cuando el grado de relación hipotética era alto, ratificando la relevancia de la “unidad” (y por ende, de la empatía).

    El debate sigue vigente y no hay indicios de que se acabe. Se puede ayudar con el fin último de lograr un beneficio para la especie o de flujo grupal-individual, pero siempre se concluye que tendrá un trasfondo emocional. Lazarus (1991) definió las emociones como las herramientas que empleamos para relacionarnos con el mundo; por tanto, un individuo adaptado es aquel que regula sus emociones, las comprende y las identifica, y esto le lleva a guardar una relación estrecha con la empatía (Eisenberg y cols., 1994). Es decir, será necesaria la regulación emocional para practicar los comportamientos del grupo mayoritario de modo que lo reconozcan como a un igual, y es aquí donde volvemos tras la pista de Bandura (1982, 1987), pues los modelos de imitación son los transmisores de las pautas comportamentales.

    Así, una mala regulación emocional obstruye los procesos de reconocimiento de una emoción (Gross y John, 2003), y el sujeto podrá relacionarse a lo sumo con el endogrupo, por aprehensión de sus propias reglas tergiversadas (Moscovici y Ricateau, 1972), pero no con el exogrupo, debido a una regulación emocional deformada (que no permitirá ni reconocer las emociones ni alcanzar la empatía). Por tanto, inferimos que el altruismo está implícito en los procesos de socialización de un determinado colectivo, como cualquier otro aspecto intrínseco a la identidad grupal, y, consecuentemente, participará de los procesos de influencia social (Baron y Byrne, 1998).

    Las dos películas seleccionadas se basan en situaciones reales donde se practica el altruismo, tratándose de explicar a través de las diferentes investigaciones preliminarmente abordadas.

“Diarios de motocicleta” y la Teoría del Intercambio Social

    Las memorias de Ernesto ‘Che’ Guevara de la Serna (1928-1967) durante su viaje por América Latina a comienzos de 1952, son recogidas en la película de Walter Salles Diarios de motocicleta (2004). El popular ideológo y pilar de la Revolución cubana, ingenia un viaje en compañía de un amigo bioquímico, un semestre antes de que Ernesto se gradúe como médico. Con un propósito meramente lúdico y turístico, se embarcan en la expedición a lomos de una vieja Norton 500, apodada cariñosamente “La Poderosa”. La aventura, que se extenderá a lo largo de más de 14.000 km., de punta a punta del continente, mostrará al futuro líder la dramática realidad de los pueblos indígenas.

 

    El “incansable amor por la ruta” (3:33) denota una inquietud por el crecimiento personal, y una tendencia a la apertura mental, detrás de nuevas experiencias. Según Isen (1970), esto es reseñable, porque los estados de ánimo positivos (como el buen humor o la extroversión) facilitan las conductas altruistas. Además, existe una predisposición a la concesión de ayuda, ya que Ernesto es médico vocacional (Eagly y Crowley, 1986); en este sentido, también es destacable el ensayo de Clore y Pomazal (1973), que recoge que los hombres participarán más en conductas altruistas si llevan implícitas una asistencia técnico-instrumental, a diferencia del género femenino, que tiene mayoritariamente preferencia por el auxilio de naturaleza emocional (Smith, Wheeler y Diener, 1975).

    La actitud es también una variable fundamental a la hora de abordar el altruismo. McGuire (1969) define este término como lo que “conocemos, sentimos y hacemos”; Nunally (1978) opina que es el sentimiento hacia algo, y Allport (1935) expone que es “un estado mental y neuronal de disposición para responder, organizado por la experiencia, que ejerce una influencia, directiva o dinámica, sobre la conducta respecto a todos los objetos y situaciones con los que se relaciona".

    La actitud, por tanto, es una disposición aprendida (Díaz Cambló y Hernández Mendo, 2012c), como la empatía (de nuevo, hay que aludir a los procesos de socialización, los agentes sociales y su trascendencia), con la que nos posicionamos (a favor o en contra) respecto de un elemento de cualquier naturaleza, y con carácter estable. La actitud se resolvería por el análisis hecho a ese elemento desde las áreas cognitiva, conductual y afectiva (Rosenberg y Hovland, 1960), siendo esta última la más determinante (Shavitt, 1989), lo que vuelve a conectarnos con los procesos de influencia: en tanto en cuanto un elemento sea catalogado por el endogrupo como pernicioso, la actitud hacia él, a nivel intrasujeto, se modificará debido al peso que tiene la valoración de aquellos miembros emocionalmente más próximos al individuo; es, por ejemplo, el origen de los prejuicios (Allport, 1954). En el minuto 9:00, observamos la actitud de Ernesto y su compañero de fatigas ante el relato de uno de los comensales; la ironía deja entrever un rechazo a la ostentación y al lujo, lo que es signo de una tendencia (actitud) a empatizar con los más desfavorecidos.

    Existen, por último, dos aspectos facilitadores de las conductas altruistas: por un lado, la esencia del viaje es puramente hedónica, lo que se traduce en que no hay premura sino sosiego en su transcurso, recreándose en las gentes y los paisajes, y esto, para Darley y Batson (1973) es relevante, porque el apremio disuade de la prestación de ayuda. Por otro lado, Guevara es asmático, y este padecimiento le empuja a identificarse más rápidamente con aquellos que manifiestan desamparo y sufrimiento, aunque pertenezcan a otro grupo o condición social, en un fenómeno que se denomina “extensividad” (Worchen y cols., 2003).

    Todas estas características (la enfermedad, la profesión, la personalidad, etc.) han estructurado una facilitación previa para la práctica de las conductas altruistas; pero ¿qué mecanismo desencadena la materialización de la conducta altruista? La Teoría del intercambio social, revisada por Blau (1970) y propuesta por Homans (1967), en base a los ensayos de Thibaut y Kelley (1959), parece idónea para explicarlo.

    Esta teoría tiene sus raíces en la Economía, alegando Homans (1967) que la interacción entre dos sujetos fructificará en un trato si ambas partes han sopesado las ganancias y las pérdidas, y les resulta rentable proceder. El acuerdo puede ser de naturaleza tangible o intangible para una de las dos partes o para ambas, según las propias reglas fijadas por los interesados, que se involucrarán en la relación según la perciban. Esto es, resuelto el acuerdo, se realizará el ajuste entre lo esperado y lo cumplido, y si las expectativas no se han saldado, se romperá el vínculo (Gottman, 1994).

    Pero en aquellos “contratos” donde una de las partes (o ambas) costea su deuda con bienes inmateriales, se establece una relación particular con la otra mitad: la recompensa irá más allá de la gratitud, y consistirá en la entrega al otro de una sensación de poder, de que se ha ejercido como benefactor (Worchel, 1992), lo cual generará una apreciación de valía en el acuerdo, aunque la prestación haya sido desastrosa en lo estrictamente crematístico (cuando es el caso de haberse entregado bienes materiales).

    En entornos humildes, como los que visita Ernesto en su expedición, es la forma de interactuar habitual; la falta de recursos económicos ha forjado un vínculo especial entre los aldeanos de las diferentes localidades que visita. Por ello, el auxilio entre unos y otros no está sujeto a que se pueda pagar la deuda con medios materiales, sino a los sentimientos de agradecimiento del destinatario y el efecto de placer en el bienhechor. La revisitación de Blau (1970) a la Teoría del intercambio social conjuga el papel de la totalidad de individuos de una sociedad con la complejidad intrínseca de ésta, de manera que afirma que absolutamente todos sus miembros contribuyen a su progreso, pues los estratos marginados o con menos recursos tienen la posibilidad de interactuar con los demás grupos sociales, a través de retribuciones psicológicas.

    Blau también concede una particularidad a las relaciones intersujeto: “no están contenidas en los elementos de una estructura, aunque no podrían existir sin ellos y además, la definen” (1964, página 3). Con otras palabras y según todo lo expuesto en la Teoría del intercambio social, los elementos más simples y marginados pueden combinarse originando un movimiento que simultáneamente les incluya y les supere, y que Blau denominó “emergentismo”. Encontramos una correspondencia con la innovación, como mecanismo impulsor del cambio social que promueven las minorías, cuyas creencias pasarían a ser las mayoritarias, y es éste el proceso de influencia social que ejercerá Ernesto.

    Sobre el concepto de “emergentismo” se asientan los ensayos de Buckley (1972) sobre morfogénesis. Este experto destaca que una estructura sociocultural se cimenta sobre la índole de sus interacciones y sus inevitables transacciones, por lo que aquellas de carácter egoísta o explotadora, fomentarán las conductas competitivas y agresivas, el aislamiento o la pérdida progresiva de la capacidad de empatizar (Berkowitz, 1996). En consonancia con lo desarrollado, también será determinante entonces la construcción de climas cooperativos para que se impulsen las conductas altruistas, algo que en los ambientes visitados por Ernesto se conserva, dadas las duras condiciones de vida de los entornos rurales (y exactamente al revés de las sociedades más avanzadas).

    Las conductas altruistas se suceden a lo largo de todo el largometraje por parte de los lugareños, y los viajeros devuelven los favores con cuanto tienen a su alcance. Como dos ejemplos representativos, encontramos en el minuto 43 la asistencia a la anciana enferma (con sus conocimientos médicos, Ernesto “paga” el alojamiento) y en 52:50 (punto de inflexión en la construcción del futuro ‘Che’), entregan sus mantas y abrigos a la pareja que les reorienta en el mapa. Ernesto cree que estas gentes que lo dan todo, están haciendo por él más de lo que podrá reembolsar, y contrae un vínculo emocional por percibir que la ayuda prestada ha sido rebasada por la obtenida (Gottman, 1994). Esta deuda moral será la motivación principal para apartarse de su ejercicio profesional y entrar a engrosar las filas de la Revolución cubana, en congruencia con su actitud hacia los desfavorecidos y en consonancia al “emergentismo” profetizado por Blau (1964) y la morfogénesis de Buckley (1972), como resultado de las interacciones de naturaleza altruista que experimenta Ernesto en su fascinante viaje.

“Vuelo 93” y el modelo de costos

    El 11 de Septiembre de 2001, los EE.UU. sufrieron una ola de atentados que han pasado a la historia por su sobrecogedora magnitud. Las siglas 11-S y 9/11 evocan las espeluznantes imágenes de las Torres Gemelas derrumbándose o los aviones impactando en pleno World Trade Center: eran los primeros atentados terroristas masivos del recién estrenado siglo XXI, y los primeros de la historia en ser retransmitidos prácticamente en directo a nivel global, a través de todos los medios de comunicación, incluyendo la, por aquel entonces, incipiente red Internet.

    Los más de 3.000 fallecidos y 6.000 heridos se dividen entre los diferentes atentados de Nueva York, Arlington y Washington, siendo 40 de ellos pasajeros del Vuelo 93 de la United Airlines, destinado a colisionar contra el Capitolio pero que acabó estrellándose en tierra, sin dejar heridos, gracias a la rebelión de los viajeros. La película de Paul Greengrass United 93 (Vuelo 93 en España), se estrenó en fechas próximas al quinto aniversario del atentado, después de rodarse en colaboración con familiares de las víctimas. Dejando a un lado teorías conspirativas como las que sostienen que este vuelo fue derribado en realidad por cazas del gobierno para detenerlo, sí son un hecho las grabaciones de las llamadas (Ramonet, 2002), que algunos de los pasajeros realizaron a sus familiares y conocidos, que reflejaban la intención de reducir a los secuestradores.

http://www.youtube.com/watch?v=XTBH_E3paug

    El largometraje relata en tiempo real los eventos que tienen lugar en el avión hasta que evidentemente se interrumpe la comunicación (pasando a la especulación), pero es totalmente riguroso a la hora de trasladar a la gran pantalla los datos que se han extraído de este ataque. Así, a las 9:24 de la mañana los terroristas comienzan la ejecución de su plan, asesinando al piloto, al copiloto y a una azafata; el resto de la tripulación es confinada lejos de la cabina de mando, tomada por los extremistas.

    El grupo de pasajeros empieza a movilizarse y con ello, los predisponentes al altruismo. Son muchos los factores facilitadores, como podemos observar:

  • Existe una situación impuesta que ha igualado el estatus de todos los implicados, en este caso, el secuestro. Este contexto ocasiona un fenómeno de “codependencia” (Lyon y Greenberg, 1991), por el cual se entiende que es imprescindible tanto la coordinación como la cooperación para tener éxito en la resolución.

  • Sterling y Graertner (1984) vinculan el estado de activación con la prestación de ayuda. Una situación percibida como una emergencia, apremiará a los sujetos a la hora de conceder auxilio. En el momento en que toman conciencia de que no es un secuestro al uso (por las llamadas al exterior), sino que es un acto de inmolación, las reacciones de sobresalto se disparan y contagian, y se alcanzan las cotas mayores de activación en todos los individuos.

  • Esto podría suponer el caos entre los rehenes, según los trabajos de Mann (1970, 1977), que señalan a la activación extrema como un estado de rápida transmisión y que ocasionan que en las masas se produzca la desorganización y la anarquía. Sin embargo, que se mantenga cierto orden se explicaría por los experimentos de Zanjoc (1965), que originaron la Teoría del Impulso de la facilitación social, y los trabajos de Eagly y Crowley (1986) sobre la socialización de roles en función del género. Zanjoc (1965) demostró que en presencia de otros, se incrementan las respuestas dominantes mediante un mecanismo de activación, que, en caso de ser las adecuadas, impulsan el rendimiento; por su lado, Eagly y Crowley (1986) certificaron que el rol masculino lleva implícitas conductas de heroísmo y cortesía por los procesos de socialización. La combinación de ambas investigaciones plantea, pues, que tras un estado de activación y en presencia de otros, se ejecutan las conductas dominantes porque al saberse observados, han de comportarse como se espera de ellos (que en el caso de los hombres, se confía en que sean actos heroicos); si son las adecuadas, se incrementará el rendimiento. El éxito de las acciones del grupo respondería entonces a la suma de los optimizados rendimientos de cada particular, materializándose un terreno sobre el que esforzarse cooperativamente, un hecho tangible a raíz del explicado fenómeno de “codependencia” (Lyon y Greenberg, 1991).

  • Cualquier intervención, en base al contexto del secuestro, implicaría el uso de la fuerza física. Según Huston y cols. (1981), los hombres que están en mejores condiciones de prestar ayuda cuando ésta exige la intimidación o la fuerza, tenderán más a actuar. La noción por parte de los pasajeros masculinos de que sus cualidades físicas pueden ser la llave para cambiar la situación, les empuja a proceder. En sintonía con esto, expertos como Macaulay y Berkowitz (1970) apuntan que las conductas altruistas se multiplicarán instantáneamente si hay un modelo coetáneo que ejemplifique cómo realizarla, algo que sucede con los pasajeros que toman la iniciativa (a partir de 2:32 del enlace).

    Como comprobamos, hay muchísimos antecedentes que explicarían una convergencia hacia la facilitación de las conductas prosociales y el altruismo, pero ¿cuál sería el desencadenante que condujera a consumarlo? Es decir, pese a todos los predisponentes, si para muchos autores como Cosmides y Tooby (1992) el altruismo es un “hoy por ti, mañana por mí”, ¿cómo se explica la resolución de los pasajeros si sabían que no iba a haber oportunidad de contraprestación de ningún tipo? La respuesta la encontramos en el Modelo de Costos (Piliavin, Piliavin y Rodin, 1975; Piliavin y cols., 1982).

    Este modelo considera que cualquier situación de emergencia es excitante, y produce una súbita activación que se percibe como desagradable -notable paralelismo con el modelo de Kerr (1994) y el equilibrio entre arousal deseado, arousal percibido y estado metamotivacional-. La forma de disminuir la sensación será la ejecución de una conducta, que podrá ser la intervención directa de auxilio, la interpretación de que no es preciso actuar o el rechazo a participar.

    Sea cual sea la opción, ésta vendrá dictaminada, según el Modelo, por el balance que se deriva de sospesar los costos de intervención sobre la víctima y en calidad de testigo. Es decir, que si el sujeto vaticina que entrometerse en una situación violenta le supondrá daños físicos porque está en inferioridad respecto del agresor, escogerá no proceder. Sin embargo, si tiene la certeza de que la víctima depende expresamente de que actúe, se incrementará la tendencia a socorrer (para obtener la retribución psicológica de haber desempeñado el rol de benefactor y/o evitar el sentimiento de culpa). En una tosca correspondencia, podríamos decir que el individuo formula un recuento de pros y contras como en la Teoría del intercambio social, pero a un nivel íntimo y sin interactuar explícitamente con quien está expectante de recibir la ayuda.

    El Modelo de Costos considera, pues, que son tres los factores que median entre el testigo y la víctima, y que son ponderados de forma privada:

  • La excitación: Piliavin y cols. (1982) argumentan, para evitar confusiones, que serán fundamentales tanto la del testigo (tiene que haber un elevado índice de exaltación) como la de la víctima (es precisa una angustia palpablemente detectable).

  • La empatía: de nuevo vuelve a ser trascendental. Los autores del Modelo especifican que la resolución de una conducta altruista dependerá necesariamente de las propiedades del contexto (número de sujetos, grado de confusión en el evento), del damnificado (etnia, género) y, primordial y concretamente, del grado de proximidad o parentesco respecto a la víctima.

  • La decisión real de no ayudar, o hacerlo directa o indirectamente, se subordinará a los costes finales percibidos, a la rentabilidad de la interacción.

    El quid de la cuestión en Vuelo 93 es el parentesco y el detonante de que las predisposiciones fructifiquen en conductas altruistas, llevadas al límite en este caso. La precipitación de la situación, el desempeño de tareas asociadas al género, las características del contexto (como una numerosa presencia de pasajeros o un secuestro que fuerza la codependencia), la máxima activación, la necesidad urgente de actuar… Todo se pone al servicio del altruismo, que es la respuesta última que tienen los tripulantes ante el ataque terrorista. Saben que están condenados a morir, pero pueden evitar que lo hagan otros si desvían el avión, y esos otros están representados por sus amigos, sus hijos, sus padres y sus parejas. El costo total de actuar es la propia vida, pero no es el máximo, que será lo que sienten por sus seres queridos.

    Como indicaba Batson (1991), la empatía es el motor del altruismo. El impulso interior de los pasajeros les lleva a la única decisión que sus sentimientos les dejan, y es la prueba tangible de que en situaciones profundamente adversas, todavía se es capaz de actuar benévola y generosamente.

    Tanto Diarios de motocicleta como Vuelo 93, pueden explicarse desde las diferentes concepciones de altruismo que los teóricos sostienen. En el ámbito rural que visitaba el ‘Che’, las conductas prosociales podrían responder a la crudeza del entorno, que había potenciado un fuerte vínculo entre los aldeanos, se conocieran o no, porque sabían que la tierra y el clima era iguales para todos (codependencia); pero también podría justificarse desde el “gen egoísta”. Igual sucede con Vuelo 93, donde el desvío del avión podría obedecer o al instinto primario de salvaguardar a los miembros de la misma especie, o a los nexos afectivos establecidos con los parientes, que les lleva a inferir la empatía hacia perfectos desconocidos pero potenciales víctimas en caso de culminar el atentado.

    Este artículo no pretende inclinar la balanza a favor de ninguna vertiente. Tan sólo ha decido diseccionar casos reales de altruismo, en una aproximación formativa y pedagógica a esta temática de la Psicología. Expertos como López Zafra (2009) establecen una relación interdependiente entre agentes sociales y cultura, y a este respecto, nos parece aconsejable la utilización de instrumentos como éste, ya que investigaciones recientes (Alexander, 1995; Nelson, 2002; Karlinsky, 2003), respaldan el empleo de material cinematográfico para favorecer el aprendizaje académico, entre otras razones por fomentar la empatía, algo que ha quedado demostrado a todas luces que está relacionado con el altruismo.

    Recordando a Buckley (1972) y a modo de epílogo, una estructura sociocultural se erige sobre la calidad de sus interacciones y las consecuentes transacciones, de manera que si se fomentan los patrones inadecuados como la competitividad o el egoísmo, no haremos más que cultivar lacras sociales como la violencia, que repercutirán en nuestra contra. Algo completamente ilógico, pues la promoción del altruismo y de otras conductas prosociales contribuiría al fomento de la cooperación, del reparto de recursos, de la apertura mental, del crecimiento personal, y en general, de un bienestar colectivo y propio. Asimismo, hemos pretendido aproximar el altruismo desde una posición didáctica y formativa, pero encaminada a resaltar que el altruismo es una conducta que se aprende y que se transmite, y por tanto, qué mejor que ilustrarla con modelos reales, en un intento de estimular todo lo posible su reflexión.

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