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La actividad y el ocio como fuente de bienestar durante el envejecimiento
Miguel Ángel García Martín

http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 8 - N° 47 - Abril de 2002

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    Como se ve, mantiene una tesis contraria a la defendida por la teoría precedente en la que se afirma que la relación entre actividad y satisfacción personal disminuye con la edad (Cumming y Henry, 1961). Los postulados expuestos muestran la clara vinculación de esta teoría con la teoría de la identidad social (Tajfel, 1984) y con el interaccionismo simbólico (Blumer, 1969). Desde esta perspectiva, el desempeño de roles activos durante el proceso de envejecimiento resulta crucial para la percepción que tiene la persona de sí misma y para su adaptación social (Mannell y Kleiber, 1997). Por ello, sus autores defienden la idea de que para alcanzar este objetivo, las personas, a medida que envejecen, deben reemplazar aquellos roles y actividades que formaban parte de su vida adulta, por otros nuevos, de forma que puedan mantener estilos de vida activos. Esta cuestión es, sin lugar a dudas, una de las que más debates ha generado a lo largo de la historia de la Gerontología como disciplina. No obstante, la confirmación empírica de esta teoría ha dado resultados dispares. Así, la revisión de estos estudios ofrece, a veces, conclusiones opuestas entre sí. En este sentido, el estudio de Lemon, Bengtson y Peterson (1972) no corroboró sus hipótesis iniciales. Frente a esto, y de manera casi simultánea, Palmore y Luikart (1972) encuentran que la actividad organizada representa, después de la salud, la segunda variable predictora de la satisfacción vital a medida que avanza la edad. Este poder predictivo alcanza el primer lugar entre las variables consideradas en el estudio de Markides y Martin (1979).

    Diez años después, la replicación del estudio de Lemon y otros, realizada por Longino y Kart (1982), ofrecía unos resultados que merecen ser comentados. Por una parte, en las tres muestras analizadas, la actividad informal, conforme a la hipótesis inicial de Lemon, era la que más se relacionaba con la satisfacción vital de los mayores. Además, contrariamente a lo hallado por Palmore y Luikart (1972), la actividad formal se correlacionaba inversamente con la satisfacción vital. No obstante, los propios autores señalan la posibilidad de que sea precisamente una baja satisfacción vital lo que conduzca a las personas mayores a implicarse en actividades formales, que les permitan paliar la soledad y aburrimiento experimentados. Otra posibilidad es que las actividades formales actúen como substrato en cuyo seno se desarrollan las relaciones de apoyo que van a permitir incrementar el autoconcepto. En este sentido, su potencial benéfico dependerá de la calidad de las relaciones sociales a que den lugar, pudiendo ocurrir que, si éstas son excesivamente críticas o negativas para el sujeto, afecten negativamente de manera directa a su autoconcepto e indirectamente a su satisfacción vital.

    El metanálisis llevado a cabo por Okun, Stock, Haring y Witter en 1984 aporta apoyo a la teoría. Así, en las 107 investigaciones analizadas, de las 506 asociaciones entre actividad y bienestar subjetivo estudiadas, 424 eran relaciones directas. Además, esta relación se veía reforzada cuando se controlaba el efecto de covariables tales como salud, educación, género o ingresos, entre otras. Este efecto era más significativo para las actividades formales. El tipo de medida tanto de bienestar subjetivo (satisfacción/felicidad) como de la actividad social (frecuencia/amplitud), así como las personas con las que se lleva a cabo la actividad (amigos/vecinos) afectaba a la magnitud de la relación; concretamente las mayores relaciones se encontraban cuando se tomaban medidas de felicidad, amplitud de la actividad social desarrollada y actividades desarrolladas con amigos. En este metanálisis también se observó que los resultados de los estudios eran sensibles al tamaño y características de las muestras empleadas, siendo mayor cuando la muestra era aleatoria o procedía de contextos no institucionales.

    Los resultados anteriores pueden explicar parte de las inconsistencias que los estudios han mostrado. Estas inconsistencias, lejos de desacreditar el núcleo teórico de este modelo, han animado a los investigadores a profundizar en él, tratando de encontrar los mecanismos que median la relación entre la actividad desarrollada por los mayores y sus beneficios potenciales. En este sentido, una revisión de la literatura muestra los numerosos estudios llevados a cabo durante los años ochenta y noventa. Ejemplo de ello es el estudio realizado por Hoyt, Kaiser, Peters y Babchuk (1980), en el que abordan la teoría de la actividad tomando la variable satisfacción vital como un constructo multidimensional. Adoptando una perspectiva más interna, Holahan (1984-85, 1988) analiza la relación entre patrones de actividad y bienestar psicológico considerando variables motivacionales. McClelland (1982), desde el interaccionismo simbólico, analiza los efectos mediadores del constructo autoconcepto en la relación entre el patrón de actividad desarrollado durante el envejecimiento y la satisfacción vital. Reitzes, Mutran y Verill (1995) incorporan a su análisis una variable en estrecha relación con la anterior, como es la autoestima. A comienzos de la década de los noventa, Sagy, Antonovsky y Adler (1990) presentan su Modelo de Coherencia, que introducen a partir de la teoría de la actividad, y en el que ocupa un lugar destacado la percepción de control como mecanismo mediador. Recientemente, Herzog, Franks, Markus y Holmberg (1998) han diferenciado entre actividades productivas y de ocio, profundizando más en esta relación sobre la percepción de control sobre el medio. Así mismo, a lo largo de esta década, han sido numerosos los estudios que han analizado los efectos de la actividad en diferentes contextos residenciales (Madigan, Mise y Maynard, 1996; Martin y Smith, 1993; Williams, Haber, Weaver y Freeman, 1998).

    Todo ello muestra la relevancia actual de una teoría que continúa en desarrollo tras más de treinta años desde su formulación inicial. Entre los autores españoles, algunos se decantan abiertamente a su favor. Este es el caso de Subirats:

    “Rechazamos, pues, abiertamente las corrientes del llamado “disengagement”, que sólo entiende la vejez como “retiro”, “desvinculación de los compromisos físicos, psicológicos y sociales de las personas a partir de una cierta edad que marca formalmente la entrada en el período de vejez. La capacidad de mantenerse activo, útil, nos parece, en cambio mucho más adecuada para contribuir a la sensación-percepción de felicidad-confort del colectivo de personas mayores favoreciendo sus condiciones vitales.” (p. 38).

4.3 . Teoría de la Continuidad

    Su autor, Atchley (1989, 1971), propuso este modelo en 1989 en un intento de superar las críticas recibidas por las dos teorías precedentes. Según esta teoría del desarrollo, el ser humano lleva a cabo una serie de elecciones adaptativas a lo largo de la etapa adulta y del envejecimiento que suponen una continuación de los patrones de comportamiento mantenidos de manera más o menos estable a lo largo de su ciclo vital. Se asume, por tanto, que las habilidades y patrones adaptativos que una persona ha ido forjando durante su vida, van a persistir en el tiempo, estando presentes también en este último tramo.

    La Teoría de la Continuidad tiene un enfoque constructivista, ya que asume que las personas, en función de sus experiencias vitales, desarrollan activamente, sus propios constructos o concepciones tanto acerca de sí mismos como de su estilo de vida (Atchley, 1993). A pesar de tratarse de una teoría del desarrollo aplicable a todo el ciclo vital, va a tener una especial relevancia en el proceso de envejecimiento y en la explicación de los patrones de actividad que va a presentar la persona durante esta etapa. En este sentido, uno de los puntos más relevantes de la Teoría de la Continuidad será el relativo al proceso de adaptación en la adultez y senectud.

    Esta teoría, en línea con la afirmación de Havighurst (1961), de que diferentes personas con diferentes valores definirán de manera igualmente distinta lo que para ellos es un buena vejez, no trata de prescribir lo que sería un patrón estándar de comportamiento exitoso durante esa etapa, pues éste va a depender de la propia historia del sujeto. Lo que sí establece es que las personas mayores preferirán, como en otras etapas de sus vidas, los patrones de comportamiento que supongan una continuidad a aquellos otros que representen un cambio substancial. Esto no quiere decir que haya una completa ausencia de cambio, sino que lo que predominará es una disposición a mostrar tendencias que supongan la continuación de esquemas anteriores.

    Por lo tanto, según esta teoría, durante el proceso de envejecimiento no se puede afirmar con carácter general que se produce una desvinculación social del sujeto, ni que un aumento de su actividad o participación llevará aparejado un incremento en su nivel de bienestar subjetivo en la misma medida. Lo que establece es que el nivel de actividad que un persona va a manifestar en este proceso estará en función de su trayectoria vital y del patrón de actividades que haya presentado durante las etapas anteriores. La continuidad representa, de esta manera, un modo de afrontar los cambios físicos, mentales y sociales que acompañan al proceso de envejecimiento.

    Esta continuidad en la actividad de las personas mayores se va a observar tanto en los ámbitos en los que se va a desarrollar como en las preferencias sobre las actividades que van a llevar a cabo (Wise, Hartmann y Fisher 1992). Así, por ejemplo, vemos como hay personas mayores que están centradas en sus hogares (por ejemplo, las amas de casa) cuyas preferencias se orientan a las actividades que se desarrollan en este ámbito (por ejemplo, tareas domésticas, manualidades, ver la televisión, cuidado de plantas y animales, etc.); en otras, por ejemplo, tiene un importante peso la actividad religiosa, lo que les lleva a implicarse en ocupaciones que están vinculadas a este ámbito (por ejemplo, acudir a encuentros religiosos, colaborar con las actividades de su parroquia, visitar a enfermos, etc.); para otros, las actividades de ocio y esparcimiento ocupan un papel importante dentro de su ritmo de vida (por ejemplo, asistencia a clubes y hogares, participación en viajes, asistencia a espectáculos, etc.).

    Las preferencias individuales se verán influidas a lo largo de toda la vida tanto por la satisfacción que la realización de esas actividades le reporta a la persona como por las normas sociales. No obstante, frecuentemente, el proceso de envejecimiento puede tener un efecto en estas preferencias, según Atchley (1993) aumentando el peso progresivo que van a tener, a la hora de elegir las actividades que ocuparán su tiempo, las experiencias previas de la persona y el placer que experimenta al realizarlas.

    Este patrón de continuidad no sólo se manifestará en el nivel de actividad que muestran las personas mayores, también encontrará su eco en el resto de esferas que componen el comportamiento (Atchley, 1993). Así, se podrá observar una continuidad interna, manifiesta a través de la existencia a lo largo del tiempo de patrones psíquicos estables, tales como: el temperamento de la persona, sus preferencias, actitudes, creencias, visión del mundo, etc.

    Para tener un sentido de continuidad interna, identidad o self, el individuo ha de vincular los cambios internos que tienen lugar con el paso del tiempo y conectarlos con su pasado, de forma que se refuerce la sensación de coherencia vital (Sagy, Antonovsky y Adler 1990). En este sentido, hay una considerable evidencia de continuidad en los aspectos globales del self (Troll y Skaff, 1997). Así, las valoraciones y atribuciones globales que las personas hacen acerca de ellos mismos permanecen a pesar de los cambios que puedan sufrir en el desarrollo de su vida diaria (Atchley, 1991).

    Las personas tenemos una fuerte motivación para conseguir esa continuidad interna, especialmente en lo relativo a nuestra identidad. Esta continuidad interna incrementa nuestro sentido de seguridad y autoestima, así como el carácter predecible de la realidad en la que nos vemos insertos. Este mismo autor compara esta continuidad interna con la representación de una obra de teatro y los cambios que continuamente se van produciendo en el escenario a lo largo de la función

“...La identidad del adulto es como un escenario en el que los viejos decorados, a veces, se cambian de emplazamiento, se retocan o son sustituidos por otros nuevos para incorporar nuevas escenas a la obra que se ha venido representando durante años. Los actores, en ocasiones, han de incorporar otros repertorios necesarios para su actuación. Algunos de estos actores secundarios se reincorporan, abandonan, mueren o son reemplazados por otros. Sin embargo, el que lo percibe, el self, a pesar de todos estos cambios, no tiene la más mínima duda acerca de quién está representando el papel principal en esta obra.” (Atchley, 1989, p. 187).

    La literatura muestra una serie de estudios donde la Teoría de la Continuidad encuentra una corroboración empírica. Así, por ejemplo, Ghusn, Hyde, Stevens, y Hyde (1996) remarcaban en su investigación llevada a cabo con ancianos en residencias, la importancia de tener en cuenta los valores y roles pasados de estas personas de cara a diseñar la intervención sobre este colectivo. Del mismo modo, Quick y Moen (1998), destacan la relevancia de las experiencias previas, así como las diferencias en éstas entre hombres y mujeres, en la satisfacción reportada durante la jubilación. Robbins, Lee y Wan (1994), afirman que el ajuste a los cambios que tienen lugar durante el envejecimiento depende en gran medida de la continuidad de las metas y objetivos presentes en la vida de todo individuo. Stevens (1993), señala que la continuidad que experimenta el anciano con relación a su vida en etapas más jóvenes, así como la adecuación a sus expectativas vitales, se hayan estrechamente relacionados con su satisfacción vital, a través de la influencia que tienen aquéllas en el sentimiento de utilidad que percibe el mayor.


5. Beneficios derivados de las actividades de ocio

5.1. Efectos sobre la salud

    Sin duda, una de las formas de ocio objeto de una mayor atención, tanto en el colectivo de personas mayores como en otros, ha sido la actividad o ejercicio físico (Caldwell, 1996; Danner y Edwards, 1992; Lahtinen, 1989; Maroto, 1994; Simper, 1985; Thornton y Collins, 1986; Short y Leonardelli, 1987; Torrado, Aparici y Sanz, 1994; Swart, Pollock y Brechue, 1996;). Es sabido que un estilo de vida sedentario acelera el proceso de envejecimiento. Frente a esto, la práctica de ejercicio físico incrementa, por ejemplo, la flexibilidad articulatoria, la fuerza muscular, la respuesta cardíaca y la capacidad pulmonar (Bammel y Burrus-Bammel, 1996). Asimismo, favorece las funciones fisiológicas y permite frenar el declive físico motivado por la edad, mostrando igualmente su repercusión positiva sobre el funcionamiento cognitivo (Blair, Kohl, Barlow, Paffenbarger, Gibbons y Macera, 1995).

    Se puede decir que nunca es tarde para comenzar a hacer ejercicio, ya que las secuelas de los hábitos inactivos pueden corregirse con un programa de entrenamiento adecuado. Bammel y Burrus-Bammel (1996) afirman que el porcentaje de mejoría física y las ganancias de salud que obtienen los mayores con estos programas son aproximadamente iguales a los conseguidos por sujetos más jóvenes. Así, la capacidad aeróbica, uno de los determinantes más importantes de la facultad y vigor físicos, se puede mejorar de un diez a un treinta por ciento, y la fuerza muscular puede llegar a incrementarse hasta un cincuenta por ciento. Estas prácticas, no cabe la menor duda, se traducen en una menor mortandad y una mayor esperanza de vida. Los efectos del ejercicio no sólo se dejan sentir sobre variables físicas, también se ha comprobado su repercusión sobre la depresión, la soledad o las facultades cognitivas (Bennett, Carmack y Gardner, 1982, 1992; Caldwell, 1996; Morgan, Dallosso, Bassey, Ebrahim, Flentem y Arie 1991). Así, por ejemplo, Bennett, Carmack y Gardner (1982) estudiaron los efectos del ejercicio físico en una muestra de mayores que incluía tanto personas que vivían en una residencia como otras que vivían en la comunidad: aquellas personas que presentaban síntomas depresivos, experimentaron una mejora significativa después de su participación en el programa de actividad física.


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