Fidelia y el instante feliz.
Un cuento de Claudio Ferrari

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revista digital | Buenos Aires | Año 5 - N° 19 - Marzo 2000

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     La rutina en nuestro equipo avanzaba y nosotros no oponíamos reparos. Hacía tiempo que habíamos sabido que la meta de ganar diez partidos seguidos era imposible y aceptamos con resignación nuestro destino de parias, casi un equipo que los demás equipos no tomaban como equipo, apenas como una alternativa para su propio entrenamiento. Nuestro potrero, que en un principio limpiábamos de latas y botellas, se había dejado estar y ya no nos molestaba tanto que algún vecino tirara allí los cascotes inútiles de la reforma de su casa o las ramas de una poda. Sin demasiado sacrificio apartábamos lo que sobraba hacia los costados y sobre la tierra seca y quebrada ofrecíamos nuestra condición de locales. Poco a poco los equipos rivales dejaron de aceptarnos desafíos y cada vez fueron más las veces que nos quedábamos los sábados a la tarde pateando centros o jugando a los penales entre nosotros o solamente quietos y callados. El desánimo nos ganó y hasta nos costaba hacer fuerza para inflar la pelota número cinco de tientos que según mi padre al regalárnosla había sido usada en un entrenamiento de la Selección Nacional de Fútbol.

     Que don Pedro no parara de hablar o nos gritara todo el tiempo era una cosa común, un hábito que ejercía sin influenciarnos, el intento de un orden riguroso comparable al de un ejército pero con los resultados de un aula sin maestro. Si Juan no hubiese contado que había visto el cartel el silencio no habría sucedido. Pero Juan contó y por primera vez vimos a don Pedro callarse de golpe, sorprendiéndonos con la infalibilidad de un latigazo inesperado, mirándonos fijamente, acusándonos furioso como un tornado, en la mayor quietud, aterrorizándonos, estirando su mutismo hasta el límite de lo humanamente soportable, para contestarle finalmente a Darío, que se atrevió a preguntarle qué le pasaba: "nunca más volveré a dirigirlos". Y se fue. Don Pedro no pudo soportar que el cartel en la Parroquia convocara a un verdadero campeonato interbarrial de fútbol infantil, debidamente organizado, con fixture, reglamento y árbitros. Había podido tolerar nuestras derrotas, en la medida en que al no competir, no exponíamos nuestras capacidades ni las suyas. En cambio ser el director técnico de un equipo, que simplemente por ser malo no participaría en el campeonato, se le hizo intolerable, un fracaso que no podía sufrir. Nosotros seis nos quedamos sentados sobre la tierra del potrero, con la pelota a medio inflar y a un costado, sin saber qué hacer, tan tristes como cuando no llovió. Y otra vez, como aquella, apareció Fidelia.

     Ayudarla a subir el changuito con las compras fue más fácil que evitar que se cayera al caminar entre los pozos y las piedras. Al verla venir hacia nosotros supimos que nuevamente algo sucedería. Mientras gentilmente la tomábamos de los brazos para que pisara firme miramos, nos lo confesamos luego, adentro del changuito con la esperanza de que allí guardara la sorpresa de un juego de camisetas para todos o los añorados botines con tapones que únicamente los verdaderos jugadores merecían calzar. Pero adentro del changuito sólo había una botella de leche, dos panes, algo de carne envuelta en papel de diario y verdurita. Sin embargo Fidelia volvió a sorprendernos. Se detuvo en el medio de la cancha, giró despacio sobre si misma observando atentamente, asintió sobre su propia previa idea, y con la delicadeza de un relojero sacó del bolsillo de su batón seis sobres idénticos, dándonos uno a cada uno. Nos pidió con su voz débil, y sin reírse, que las plantaramos esa misma tarde, disponiendo que al otro día a las cuatro y sin falta nos volveríamos a encontrar allí. Rogó que no la ayudáramos a irse porque ella sola podía. Leímos en los sobres: semillas de césped. Nos miramos intrigados. Era para que creciera el pasto en el potrero, logró deducir Miguel, cuando Fidelia ya estaba caminando hacia su casa.

     Conseguir la pintura blanca no fue fácil pero tampoco difícil. Fue un poco complicado pero se logró. Tuvimos buen cuidado de no mezclar la pintura para madera con la pintura a la cal. El hecho de tener que revisar cada uno toda su casa, y de pedirle que revisen las suyas los vecinos buscando sobras de pinturas y cal, y de pedir prestados palas y rastrillos nos impulsó a un nuevo reconocimiento en el barrio. Los asombrados parientes y vecinos nos ayudaron además con un voto de confianza que nos estimuló a continuar la tarea, hasta el momento bastante desconocida para nosotros, de convertirnos en un equipo.

     Toda tierra debe producir algo de sus entrañas, decía Fidelia, mientras hundía sus manos plantando cebollines y tomates. Los siete nos pasamos casi media semana sin hacer otra cosa que limpiar el terreno de vidrios, basura y piedras; la otra media semana nos dedicamos a consagrar un espacio para una granja y a levantar un relieve de tierra a un metro de la línea que limitaba toda la cancha, disponiendo allí canteros con flores, en su mayoría alhelíes, porque según nos enseñó Fidelia son flores alegres, en apariencia lábiles pero muy fuertes, de variados colores y aroma muy agradable y que se reproducen fácilmente. Durante esa semana ni por un momento tocamos una pelota.

     Al comenzar la segunda semana y faltando tres para el comienzo del campeonato interbarrial, mientras los seis pintábamos los arcos y las líneas de la cancha, nos pareció oportuno comentarle a Fidelia, que había llevado un árbol de nísperos y lo estaba plantando, que sería conveniente dedicarnos un poco al fútbol para ir probando nuestro nivel de competencia. Se lo dijimos con el mayor respeto, suponiendo que tal vez los tiempos tácticos y estratégicos de la dirección técnica de Fidelia eran un tanto lentos. De todos modos Fidelia se ofendió; sin alardear su ofensa giró sobre si misma y se sentó en el pasto que ya estaba creciendo. Nos preguntó de un modo breve pero contundente si conocíamos algún equipo que tuviera una cancha tan bonita y cuidada. Miramos la cancha y debimos aceptar que excepto por la falta de red en los arcos, dado que no nos había alcanzado el presupuesto para comprarla, la nuestra era un campo de juego extraordinario. Luego Fidelia sonrío de inmediato y nos pidió sugerencias para definir los colores y el diseño de nuestras casacas, medias y pantalones. Ella propuso un estilo con influencias de la Comedia dell Arte y nos exigió que buscáramos la información respectiva. La segunda etapa ya había comenzado, dijo, y la belleza debía estar en todas.

     Debutamos como locales y nuestra cancha parecía un billar rodeado por un jardín limitado por un bosque de árboles frutales. Esa mañana que comenzó el campeonato había una multitud. Las autoridades de la comisión organizadora estaban radiantes. Los jugadores del equipo contrario eran acompañados por sus padres, hermanos, abuelos, parientes y amigos, y desde su llegada no hacían otra cosa que alentarlos a viva voz, no ya disfrutando del obvio triunfo por venir sino de su contundencia. Los nuestros nos reconfortaban con gestos afectuosos y suaves, como protegiéndonos por anticipado. Fidelia los reunió y les dijo con el tono de una orden que la confianza en nosotros debía ser exigente y no conmiserativa. Estabamos allí para jugar y ganar, y a priori nada indicaba que no lo lograríamos. Nos sacamos los buzos y salimos a la cancha con el uniforme impecable, quizá excesivamente almidonado. Tal vez por los colores demasiado vivaces o por los dibujos algo estrafalarios o por la combinación audaz del conjunto la multitud produjo un silencio que nos desubicó. Eran aquellos tiempos muy formales. Fidelia inmediatamente nos dijo en voz baja que ya debíamos sentirnos orgullosos: no podíamos tener dudas, nos distinguíamos.

     El representante del Intendente comenzó la inauguración oficial de la cancha. Un nuevos espacio para una comunidad, dijo, siempre preocupada por el bienestar de la juventud y donde la prioridad es la salud, la educación, el deporte. En esos términos hablaba el hombre cuando su vehemencia se detuvo en seco al tener que nombrarnos. De pronto, comprendiendo que lo ignoraba, con la mirada nos preguntó el nombre del equipo. Fidelia había insistido hasta último momento en que el nombre de un equipo es muy importante y no puede improvisarse ni prestarse su elección a entusiasmos momentáneos. Decía que un nombre es para siempre y sea como sea tiene el destino de ser historia. Para nosotros anotarnos en el campeonato con una X no fue nada agradable, pero como Fidelia iba logrando que cumpliésemos etapas aún sin saber que las estabamos cumpliendo, una vez más confiamos en ella. Ahora allí, en el centro de la cancha, observados por rivales y público no sabíamos que nombre contestar. Fidelia, como siempre, tranquila y sonriente dijo que nos llamábamos "Los Caballeros de la Pelota Redonda". El aplauso fue unánime.

     El campeonato era mediante el sistema de clasificación; vale decir que el equipo que ganaba pasaba a la siguiente ronda y el equipo que perdía, sencillamente no jugaba más. Fidelia fue sencilla en su dirección técnica: estableció un único sistema de juego que contemplaba tanto lo estrictamente futbolístico como la prevención y protección ante el sufrimiento por las tensiones que eran de esperar en situaciones tan extremas: cada uno de nosotros debía hacer exactamente aquello que los demás le criticábamos y que justamente coincidía con lo que más placer le daba dentro de la cancha. Así Juan salió a atajar sin el menor prurito a darnos ordenes, sólo que, afinado por Fidelia, debía darlas cantando. Su repertorio abarcaba principalmente zambas y valsesitos criollos que su padre le había enseñado desde siempre, y de vez en cuando, principalmente cuando atacábamos, algún incipiente buggy-buggy en un inglés digno aunque tal vez demasiado marcado en sus consonantes. Por las dudas se quedara afónico Fidelia previó una armónica que a Juan no le hizo falta usar. Cantó todo el partido, en un medio tono agradable que nunca pretendió distraer a los contrarios, a tal punto que en varios fragmentos repitieron con él el estribillo. Jorge llevaba los bolsillos llenos de golosinas y las comía con mayor fruición a medida que el partido avanzaba. Los rivales, desconfiados al principio no aceptaban su convite, pero después, tentados por un buen turrón, se atrevieron a no rechazarlo e inclusive a pedirle más. Hugo aprendió acrobacias varias y, eficiente, logró una serie de rutinas circenses dignas de ser tenidas en cuenta por un caza talentos. De ese modo sus cabriolas por el aire no sólo le permitían el desgaste de energía que necesitaba sino que maravillaban a todos. Más de un contrincante, en esos instantes en que el partido por un motivo u otro se detiene, le pidió que le enseñara un salto, y Hugo, generoso, se lo enseñaba; promediando el segundo tiempo varios de ellos ya sabían la triple carnero mortal. Darío por su parte contó con la autorización de Fidelia para invitar como hinchada exclusiva y personal a un grupo de compañeras de colegio. Ellas debían, desde el borde mismo de la cancha, estimularlo con halagos y cantos que elogiaran puntualmente sus habilidades. Darío les contestaba con sonrisas galantes y ademanes sugerentes, y se pasó todo el entretiempo firmándoles autógrafos que ellas tenían la obligación de pedirle. Por último, Miguel, no tenía otra obligación que la de entretenerse, por ejemplo contando chistes a los defensores oponentes, sin abrumarlos y sólo cuando no estaba en peligro el arco rival. Aunque la pelota estuviese en nuestra área y nosotros corriéramos peligro de que nos convirtiesen un gol Miguel tenía la libertad, que sin duda usó, de quedarse cerca del arco contrario recordando una anécdota o buscando un trébol de cuatro hojas; carcajadas y albricias ante la buena suerte se escucharon. Los seis debíamos, eso sí, tener en todo momento una conducta ejemplar, jamás pegar una patada, ayudar a levantar a un adversario caído, correr las pelotas que se iban afuera para evitar que el cansancio agotara a nuestros antagonistas, sonreír en todo momento, obedecer al referí contestando a su decisión con una frase cortés y en lo posible poética.

     Así, el partido avanzó entre versiones de "Desde el Alma" o "Palomita Blanca", maníes con chocolate, saltos mortales sin red, piropos ingenuos y atrevidos, alguno que otro chiste más subido de tono y el esfuerzo sufrido de nuestros contendientes intentando adaptarse a una estrategia que les era desconocida.

     El cero a cero se estiró los noventa minutos y cuando ya estabamos jugando tiempo suplementario el centroforward rival, recibiendo un pase largo y girando, casi de chilena, pateó un tiro formidable. Nuestros oponentes gritaron gol y su hinchada festejó exultante y nosotros también aplaudimos hasta que en una especie de detención de la realidad todos advertimos que el referí lo anulaba, argumentando que el tanto no había existido pues la pelota no había entrado en el arco, realizando una extraña comba que produjo una especie de ilusión óptica generalizada pero que no había pasado desapercibida para él. El desencanto rival fue contundente. Nosotros miramos a Fidelia que no sonreía. Fidelia miró a Juan. Juan nos miró a nosotros y luego de un instante se decidió, corrió hacía el referí y le dijo la verdad. Esa mañana, nosotros seis y Fidelia, perdimos el único partido que jugamos bajo su dirección. Luego todo el barrio festejó la lluvia, pateando naranjas caídas, la tarde de ese sábado, en Florida mientras Fidelia se reía.



     Claudio Ferrari nació en Buenos Aires, Argentina. Escritor infatigable, se dedica a la poesía, al teatro, a la televisión, al cuento y a la novela, con grandes satisfacciones en todos los géneros. Como dramaturgo ha escrito más de diez obras de teatro, de las cueles cinco fueron estrenadas en distintas salas de la Capital Federal y en varias provincias argentinas. Como Dios manda, una de sus obras de teatro, ha sido representada en inglés en la ciudad de Nueva York, en 1996, en el marco del encuentro de teatristas independientes The Inter American Art Theatre, siendo el único autor argentino, en la historia de dicho festival, seleccionado para este evento. Ha publicado, en 1993, la pieza Cristales (Editorial Almagesto), con gran repercusión de la crítica especializada. En cine, su mediometraje, Una gran actuación, ha sido galardonado con la medalla de oro de UNCIPAR, la unión de cineastas independientes de la argentina. En televisión ha sido director, realizador y autor de prestigiosos ciclos, entre los que se cuentan: Colorín Colorado, Tema Libre, Personas y Personajes y Cartas de amor en cassette. Actualmente dirige, con producción de TELEFE una serie para el canal brasileño SBT. En poesía ha publicado, en 1994, La palabra Diversa, un volumen integrado por cuatro libros con su producción hasta ese momento (Editorial de Tierra Firme) y en 1995, Cristhi Eleisson, (Editorial A Capella). En 1997 publicó su primer libro de cuentos La Casa Abandonada (Ediciones Corregidor). La calle de la infancia, 1999, ha sido su último libro publicado. Se encuentran en proceso de próxima edición la novela Ojalá muera y el libro de cuentos Fidelia o el instante Feliz.

Fotos: Mural en Villa Crespo, Buenos Aires (detalle)


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