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El apogeo de la sociedad de masas
Luis Alberto Romero

http://www.efdeportes.com/ Revista Digital - Buenos Aires - Año 8 - N° 50 - Julio de 2002

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    Hay otra, que transcurre en las oficinas del gobierno: la de la puja corporativa y la negociación. Los gobiernos militares -y luego el gobierno peronista- siguen involucrados en la dilucidación de los conflictos corporativos. Pueden dar y quitar, y no renuncian a hacerlo. Pero están más colonizados por los intereses que deben regular: un Gruyere grande y con inmensos agujeros. Tiene una gran cantidad de elementos para intervenir, pero son débiles para soportar las presiones de los distintos sectores corporativos.


La democracia: ilusión e instituciones

    En otras sociedades, estas presiones son equilibradas por los sistemas políticos que tienen como base el sufragio universal y las instituciones representativas. De ahí que pasemos a examinar cómo funcionó la democracia en la Argentina anterior a 1976. Diría que la democracia ilusionó a la Argentina en el siglo XX, aun cuando las instituciones políticas que creó la democracia fueron débiles y poco dignas de despertar entusiasmo.

    La reforma electoral de 1912 le agregó al existente sufragio universal su carácter de obligatorio y secreto. Con ello el Estado dio un empujón, casi le ordenó a la sociedad que se hiciera ciudadana. No había en 1912 un gran reclamo por la purificación del sufragio -estaban los radicales y socialistas, pero su envergadura era por entonces menor-, de modo que la reforma democrática fue mucho más concedida que conseguida. Pero de inmediato hubo un rapidísimo aprendizaje y un gran entusiasmo por la democracia. En una sociedad compleja como la Argentina el aprendizaje se hizo por distintos caminos y de distintas maneras.

    Hay un entusiasmo general y un poco más superficial, que despiertan los grandes dirigentes -lo despertó Yrigoyen, lo despertó luego Perón-, una identificación con el líder popular carismático. En época de Yrigoyen la gente estaba convencida de que era una versión siglo XX de Jesús, que tenía los atributos regeneradores de Jesús. Así, circulaban mates con la imagen de Yrigoyen y estampitas, algo muy parecido a lo que luego pasó con Perón y Evita. De este proceso la Argentina sacó identidades políticas muy fuertes, casi indelebles. Es difícil decir qué cosa es ser peronista, pero está claro que es todavía hoy un rasgo fuerte de la política argentina.

    Hay un segundo camino de aprendizaje de la democracia que tiene que ver con lo que en la época se llamaba el ciudadano educado, es decir, el ciudadano que empezó haciendo su práctica, su aprendizaje de la democracia en el inmenso movimiento asociativo que caracterizó a la sociedad argentina. En cualquier asociación -de vecinos, de trabajadores, de profesionales, pues hay una enorme cantidad de asociaciones en una sociedad tan dinámica y moderna, como era la argentina- se aprendía a hablar en público, a escuchar, a intercambiar ideas, a participar en debates, a disentir y a consentir, a seguir a dirigentes. Esto fue acompañado con una tarea pedagógica muy sólida de lo que se llamaba la cultura progresista en aquella época, hecha a base de libros, de conferencias, de una imagen muy fuerte de los valores de la cultura. De este segmento moderno de la Argentina salieron infinidad de personas preparadas para asumir sus tareas de ciudadanos, que sabían de qué se trataba. Finalmente los propios partidos, a través de sus máquinas, generan un rápido aprendizaje de las prácticas democráticas.

    Las tres cosas van unidas. Una persona es radical por sentimiento, aprendió a discutir hablando con los socialistas y luego aprendió la técnica de la política en el comité. Hablando con los socialistas aprendió que la cultura ayuda a mejorar la posición social, y que una persona culta es mejor que una persona no culta; trabajando en un comité partidario probablemente aprendió que hay una carrera por hacer en la política y que es un camino más que se agrega a los otros que ofrece la sociedad.

    Así, la democracia quedó integrada dentro de esta imagen dominante de la movilidad social y de la integración, fue una dimensión más, y por eso tuvo una capacidad de ilusionar tan fuerte, que resistió todas las pruebas a que fue sometida, hasta 1955. ¿En que consistieron esas pruebas?

    Tuvimos dos grandes movimientos políticos, el de Yrigoyen y el de Perón, indudablemente democráticos en cuanto a su legitimidad, pues ganaban limpiamente las elecciones, pero que eran poco republicanos. Ninguno de los dos apreciaba particularmente el Parlamento, ni el intercambio de opiniones ni la discusión racional, y de hecho la vida parlamentaria funcionó muy poco con ellos.

    A esto le agregaría un dato significativo: tanto el radicalismo yrigoyenista como el peronismo eran movimientos que se identificaban con la Nación. La causa radical era la causa nacional, y el peronismo era el Movimiento Nacional. Esto significa que quien no pertenece a ello, por lo menos en términos discursivos, está fuera de la Nación. No hay diálogo posible con él, debe ser excluido. Yrigoyen ciertamente era un alma buena, incapaz de matar una mosca; pero en términos discursivos, los que no pertenecían a la causa radical formaban parte de la antipatria. Con Perón la antinomia fue más fuerte. Esto hizo que nuestra política democrática tuviera un gran déficit en términos de discusión parlamentaria: más aún, no existió ese parlamento capaz de agregarle una segunda voz a la puja corporativa. Además, la política fue terriblemente facciosa. Es curioso como una sociedad políticamente facciosa era por otra parte una sociedad con conflictos sociales bastante atenuados.

    Esta ilusión democrática soportó todo: los no muy buenos ejemplos que daba el radicalismo, una larga década de fraudes luego de 1930, y también la experiencia peronista, muy autoritaria y facciosa. Pese a eso, durante esos años, hubo muchos movimientos políticos que se autoidentificaron con la democracia. En la elección de 1946, el sector minoritario era la Unión Democrática; el sector mayoritario, el peronista -por entonces las diferencias en votos no eran muy grandes-, sostenía otra versión de la democracia, menos “formal”, más “real”, decían, pero todos estaban absolutamente convencidos de que también estaban dentro de la democracia.

    Subrayo esto porque después de 1955 esta ilusión democrática cae en picada, vertiginosamente. Yo creo que la proscripción del peronismo fue decisiva en esta historia, como también lo fue la permanente irrupción de los militares en el gobierno. Probablemente el clima de época y la aparición de una nueva ilusión, la ilusión revolucionaria, terminó de matar la ilusión democrática. Lo cierto es que en 1966, cuando el general Onganía decidió que ya nunca más iba a haber elecciones, y clausuró los partidos, no recuerdo que haya habido voces de repudio, salvo las no muy enérgicas de los radicales.

    Decía recién que la ilusión revolucionaria reemplazó a la ilusión democrática, y esto fue muy característico en la segunda mitad de la década del 60 hasta 1975.

    Fue un movimiento verdaderamente notable, por la capacidad de movilización del imaginario. En términos del imaginario, fue una situación revolucionaria. Se pensaba que un futuro mejor estaba al alcance de la mano y que actuando adecuadamente se podía lograr el gran cambio. También fue revolucionario en el sentido de que cada vida personal parecía integrada dentro del proyecto colectivo. Como estoy hablando de la democracia, lo que quiero subrayar es que cuando se trató darle forma política a ese movimiento social, la alternativa democrática no figuraba absolutamente en la discusión. Hubo otras. Las únicas que sobrevivieron fueron alternativas extremadamente pobres en relación con la riqueza del movimiento social. Fueron las alternativas que proponían las organizaciones armadas y particularmente la más oportunista de ellas, que era Montoneros.


Nacionalismo, intolerancia y violencia

    Con esto llego al último punto de esta etapa de la Argentina, constructiva, pero evidentemente llena de factores y procesos que no van en sentido constructivo. Me ocuparé del nacionalismo, la dictadura y la violencia. Pese a la importancia que le hemos dado a la democracia en la constitución de nuestra cultura política, me parece que ella estuvo mucho más articulada sobre el eje del nacionalismo.

    A principios del siglo XX empezó a ser fuerte la preocupación sobre cuál era la nacionalidad argentina. Es una preocupación mundial, que en la Argentina tiene una dimensión particular, porque estábamos llenos de extranjeros y todo el mundo buscaba el elemento común que pudiera cohesionar todo esto: algo sólido, consistente e indudable que asegurara que la Argentina tenía una nacionalidad, cosa muy difícil en un país tan variado. Hay quienes lo buscaban en el gaucho, en el español, en el indio. De ese modo el nacionalismo, que debería ser el punto de unión de la comunidad política, en realidad se convirtió en la gran piedra de la discordia. Fue un nacionalismo traumático, exacerbado, y en la discusión cada uno descalificaba cualquier otra versión de nacionalidad.

    Al principio se limitó a un debate de intelectuales. En la década del 20 y sobre todo en la del 30 aparecen voces más organizadas, más fuertes para entender la cultura política. Algunas las mencionaba recién: movimientos políticos -el radicalismo y el peronismo- consideran que una de sus tareas es definir la identidad nacional, la nacionalidad radical o la nacionalidad peronista. El antiperonismo revirtió el discurso, sin cambiar su forma. Se trataba de identidades nacionales facciosas y excluyentes, que implicaban un elemento de violencia política: violencia verbal, pero violencia al fin.

    Más atrás viene la Iglesia Católica, que crece mucho en la Argentina del siglo XX: una de sus tareas es definir la identidad argentina como identidad católica, cosa chocante en un país con tanta inmigración y tanto énfasis en la libertad de ideas y de creencias. Junto con ella aparece el Ejército, que decide entrar en la política colocándose por encima de los partidos, de los intereses particulares y asociándose con la Nación. El Ejército se considera el guardián de los intereses de la Nación y también tiene su propia definición: a veces pone el acento en la soberanía, en la autarquía económica y a veces en esos valores esenciales. Aquí es donde el entrelazamiento entre la Iglesia y el Ejército, que ocurrió en la década del 30, fue bastante decisivo: la idea de una Nación católica, cuyo Ejército consagra y defiende, caracterizó la presencia de ambos, desde 1930 hasta 1976.

    Las identidades excluyentes, rabiosamente excluyentes, tienen que ver con un juego verbal: el enemigo está afuera; quien no encaja en esta identidad no es auténticamente argentino. Desde 1955 en adelante esto comenzó a transformarse en una práctica. Hay un hecho que significa un corte fuerte en la historia argentina. En 1956 el gobierno de la Revolución Libertadora, que enfrentaba un levantamiento peronista, decidió fusilar públicamente a los jefes militares amotinados, y secretamente a una gran cantidad de militantes civiles peronistas. La violencia física se instala como herramienta normal en la política. La incorporan luego las organizaciones armadas, que toman el modelo cubano, y también el Ejército, cuyos oficiales se educan en la escuelas de contrainsurgencia de Panamá. Me parece simbólico que una organización revolucionaria no solamente apele a la violencia como instrumento, sino que su acta de fundación sea un asesinato. Es el caso de Montoneros con el asesinato del general Aramburu. Mucho más llamativo es que a nadie le pareciera raro. Por entonces existía un clima de violencia física que es prolongación de esta cultura política en donde la identidad nacional y la exclusión del otro es la norma.

    Estamos en vísperas del fin de la vieja Argentina Hay un momento de giro entre estas dos mitades, que es la experiencia de gobierno peronista entre el año 1973 y el año 1976. Es muy conocido el conflicto interno que agitó al peronismo: la lucha entre la versión Montoneros del peronismo y la versión oficial.

    Creo que mucho más importante para entender lo que pasó luego fue el fracaso del presidente Perón (1973-1974) en restablecer el funcionamiento del Estado que él había manejado en 1945: un Estado capaz de encuadrar y contener el conflicto social, el conflicto corporativo. Perón se jugó totalmente a lo que llamaba el Pacto Social, y éste hizo agua por todas partes, desbordado por la combinación de puja corporativa, marea revolucionaria y lucha facciosa. Me parece que aquí está el verdadero fracaso de la experiencia peronista, que se tradujo a la muerte de Perón en una especie de exacerbación de los conflictos corporativos y los conflictos políticos al punto tal que la sociedad argentina aceptó la imposición de una nueva dictadura militar. Como es sabido, su propósito fue construir una nueva Argentina, y ciertamente lo lograron. Resultó infinitamente peor que la vieja, pero esto es otra historia.


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